Biblia Sagrada

El pueblo rebelde y la misericordia de Dios en el desierto (96 caracteres)

**El Pueblo Rebelde y la Misericordia de Dios**

En los días antiguos, cuando el Señor sacó a su pueblo de Egipto con mano poderosa y brazo extendido, los hijos de Israel fueron testigos de maravillas más grandes que las que jamás habían visto. Las aguas del Mar Rojo se dividieron como un muro a su derecha y a su izquierda, y cruzaron por tierra seca, mientras que los carros de Faraón y sus guerreros fueron sepultados en las profundidades. Al ver esto, cantaron alabanzas al Señor, reconociendo su grandeza. Pero pronto, su corazón se olvidó de sus prodigios y no esperaron con paciencia su consejo.

En el desierto, comenzaron a murmurar. Aunque el Señor les enviaba maná cada mañana y hacía brotar agua de la roca, anhelaban los alimentos de Egipto, añorando incluso las ollas de carne que habían dejado atrás. Despreciaron el pan del cielo, y su ingratitud encendió la ira de Dios. Aun así, en su misericordia, no los destruyó, sino que les envió codornices para saciar su antojo, aunque también permitió que una plaga cayera sobre ellos por su codicia.

Pero su rebelión no terminó allí. En Horeb, mientras Moisés subía al monte para recibir las tablas de la ley, el pueblo se impacientó. «Haznos dioses que vayan delante de nosotros», le exigieron a Aarón. Y así, con sus propias manos, moldearon un becerro de oro y lo adoraron, diciendo: «¡Este es tu dios, oh Israel, que te sacó de Egipto!» Se postraron ante una imagen inerte, olvidando al Dios vivo que los había rescatado con señales y prodigios.

El Señor, en su justicia, quiso consumirlos, pero Moisés, su siervo escogido, se interpuso y rogó por ellos. Y una vez más, el Dios clemente apartó su furor y no los destruyó. Sin embargo, muchos cayeron aquel día bajo la espada de los levitas, como advertencia para las generaciones futuras.

Aun después de esto, siguieron desafiando al Altísimo. En Cades, despreciaron la tierra prometida, creyendo el informe de los espías que decían que era imposible conquistarla. Prefirieron creer en la fuerza de los gigantes antes que en la promesa de Dios. Por eso, el Señor juró que aquella generación no entraría en su reposo, sino que vagarían por el desierto hasta que el último de ellos cayera.

A lo largo de cuarenta años, el pueblo erró sin rumbo fijo. Sin embargo, aun en su castigo, la misericordia de Dios no los abandonó. Sus vestidos no se gastaron, y sus pies no se hincharon. Cada mañana, el maná seguía apareciendo, recordándoles que, aunque eran rebeldes, el Señor seguía siendo fiel.

Pero su pecado no cesó. Se mezclaron con las naciones paganas, aprendieron sus costumbres y adoraron a sus ídolos. Ofrecieron sus hijos e hijas en sacrificio a demonios, profanando la tierra con sangre inocente. El Señor, en su celo, los entregó en manos de sus enemigos, y muchos cayeron bajo el yugo de pueblos crueles.

Sin embargo, cada vez que clamaban en su angustia, Dios los escuchaba. Aunque se habían apartado una y otra vez, Él, recordando su pacto, los liberaba por amor a su nombre. Levantaba jueces y libertadores, como Otoniel, Gedeón y Sansón, para romper las cadenas de su opresión. Pero apenas eran libres, volvían a caer en la idolatría, peor que antes.

Hasta que, finalmente, el Señor permitió que fueran llevados cautivos. Babilonia los arrastró lejos de su tierra, y allí, junto a los ríos extraños, lloraron al recordar a Sion. Pero incluso en el exilio, el Altísimo no los abandonó. Movió el corazón de reyes como Ciro, quien decretó su regreso, cumpliendo así las palabras de los profetas.

Porque el Señor es bueno, y su misericordia permanece para siempre. Aunque su pueblo lo olvidó una y otra vez, Él nunca dejó de amarlos. Y así como los redimió de Egipto, prometió un Redentor mayor, uno que salvaría no solo a Israel, sino a todas las naciones. Porque su fidelidad es más grande que la infidelidad del hombre, y su gracia, más poderosa que el pecado.

**¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel, desde la eternidad y hasta la eternidad!**

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