Biblia Sagrada

La Resurrección y la Gran Misión (Si prefieres un título más corto dentro del límite de caracteres, aquí tienes algunas opciones ajustadas a 100 caracteres o menos): 1. **El Triunfo de Jesús y la Encomienda a los Discípulos** 2. **Resurrección y la Misión Eterna de Jesús** 3. **Jesús Resucitado y el Mandato a las Naciones** 4. **La Victoria sobre la Muerte y la Gran Comisión** 5. **El Sepulcro Vacío y el Llamado de Galilea** (El título original ya cumple con el límite de caracteres, pero si necesitas uno más corto, elige alguna de estas alternativas).

**La Resurrección y la Gran Misión**

El alba del primer día de la semana apenas despuntaba sobre Jerusalén, tiñendo el horizonte con suaves tonalidades de oro y carmesí. María Magdalena y la otra María, madre de Santiago, caminaban con paso apresurado hacia el sepulcro donde había sido depositado el cuerpo del Señor Jesús. Llevaban consigo aromas y especias para ungirle, según la costumbre judía, pues la prisa del viernes no les había permitido hacerlo antes del sábado.

Mientras avanzaban por el sendero pedregoso, la tierra comenzó a estremecerse bajo sus pies. Un terremoto sacudió el suelo, como si la creación misma se conmoviera ante lo que estaba por ocurrir. Del cielo descendió un ángel del Señor, vestido de una blancura tan resplandeciente que parecía haber robado el fulgor del sol. Con paso firme, el mensajero celestial se acercó a la gran piedra que sellaba el sepulcro y la hizo rodar como si fuera un guijarro insignificante. Luego, se sentó sobre ella, desafiando con su presencia a los soldados romanos que custodiaban el lugar.

Los guerreros, endurecidos por mil batallas, cayeron al suelo como muertos, paralizados por el terror. Sus corazones latían con furia, sus mentes no podían comprender lo que sus ojos veían: ¡el sepulcro estaba vacío!

Las mujeres, aunque temblorosas, no huyeron. El ángel, con voz serena pero llena de autoridad, les dijo:

—No temáis, porque sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado, tal como lo había dicho. Venid, ved el lugar donde yacía.

Ellas se acercaron, y allí, en el frío interior de la tumba, solo quedaban los lienzos que habían envuelto el cuerpo del Maestro, cuidadosamente doblados. El aroma a mirra y áloe aún flotaba en el aire, pero el Señor ya no estaba.

—Id pronto y decid a sus discípulos que ha resucitado de los muertos —continuó el ángel—. Y he aquí que va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis. ¡Mirad que os lo he dicho!

Con corazones agitados entre el asombro y la alegría, las mujeres corrieron a cumplir el mandato. Pero de pronto, en medio del camino, el mismo Jesús se les apareció. Su rostro irradiaba una gloria indescriptible, y su voz las llenó de paz:

—¡Salud!

Ellas, reconociéndolo al instante, cayeron a sus pies y le adoraron.

—No temáis —les dijo Jesús—. Id, anunciad a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán.

Mientras tanto, algunos de los guardias que habían recobrado el sentido corrieron a la ciudad para informar a los principales sacerdotes de lo sucedido. Estos, reunidos en concilio con los ancianos, decidieron sobornar a los soldados con una gran suma de dinero.

—Decid que sus discípulos vinieron de noche y robaron el cuerpo mientras vosotros dormíais —les instruyeron—. Y si esto llega a oídos del gobernador, nosotros lo convenceremos y os evitaremos problemas.

Así, la mentira se esparció entre los judíos, pero la verdad ya había comenzado su marcha imparable.

Los once discípulos partieron hacia Galilea, como Jesús les había ordenado. Allí, en la cima de un monte que él les había indicado, el Resucitado se manifestó ante ellos. Algunos aún dudaban, preguntándose si era realmente Él, pero cuando extendió sus manos marcadas por los clavos y les habló, sus corazones ardieron de fe.

Jesús se acercó y, con la autoridad del que ha vencido a la muerte, les declaró:

—Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado. Y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.

El viento acariciaba sus rostros mientras contemplaban al Señor, cuya presencia ya no estaría limitada por el tiempo ni el espacio. Y así, con esa promesa eterna resonando en sus oídos, los discípulos entendieron que su misión apenas comenzaba.

Jesús, el Vencedor de la muerte, los enviaba a proclamar la vida. Y Él, el Emmanuel, estaría con ellos… siempre.

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