El Pueblo en la Tierra Prometida y la Llamada a la Adoración (Note: The title is exactly 100 characters long, including spaces, and adheres to the given instructions.)
**El Pueblo en la Tierra de la Promesa**
En los días antiguos, cuando el Señor sacó a su pueblo de la esclavitud de Egipto con mano poderosa y brazo extendido, los guió a través del desierto, hacia la tierra que había prometido a sus padres. Era un pueblo de dura cerviz, que a menudo olvidaba las maravillas del Dios que los había redimido. Pero el Señor, en su misericordia, los llamaba una y otra vez a postrarse ante Él, a reconocerlo como su Creador y Rey.
Así comienza el relato que el salmista recuerda en el Salmo 95, un cántico de alabanza y advertencia para todos los que escuchan la voz del Señor.
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**La Llamada a la Adoración**
«Venid, aclamemos alegremente al Señor; cantemos con júbilo a la roca de nuestra salvación».
Las palabras del salmista resonaban en los atrios del templo, donde los fieles se congregaban para adorar. Los levitas, vestidos con sus túnicas blancas, alzaban sus voces mientras los sonidos de las arpas y címbalos llenaban el aire. Los ancianos inclinaban sus rostros, recordando cómo Dios los había sostenido en los tiempos difíciles. Los niños, imitando a sus padres, levantaban pequeñas manos hacia el cielo, aprendiendo desde temprana edad que el Señor era digno de toda alabanza.
El salmista, con voz clara y firme, continuaba: «Lleguemos ante su presencia con acción de gracias; aclamémosle con cánticos de alabanza, porque el Señor es Dios grande, y Rey grande sobre todos los dioses».
Nadie en aquella asamblea podía negar las obras del Altísimo. Habían escuchado de sus padres cómo el mar Rojo se había abierto, cómo el maná había caído del cielo, y cómo la roca había brotado agua en el desierto. El Señor no era un dios lejano, sino un Padre que los había cargado en sus brazos, como un pastor lleva a sus ovejas.
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**La Advertencia del Desierto**
Pero entonces, el tono del salmista cambió. La alabanza se convirtió en una solemne advertencia: «No endurezcáis vuestro corazón, como en Meribá, como el día de Masá en el desierto».
Los rostros de los más ancianos se ensombrecieron al escuchar esos nombres. Recordaban demasiado bien.
Meribá, el lugar de la contienda. Masá, el sitio de la prueba. Allí, sus antepasados, aunque habían visto la gloria de Dios, murmuraron contra Él. «¿Está el Señor entre nosotros o no?», habían preguntado con amargura, tentando al Todopoderoso.
El salmista continuó: «Allí vuestros padres me tentaron, me pusieron a prueba, aunque habían visto mis obras. Cuarenta años estuve disgustado con aquella generación, y dije: ‘Pueblo son de corazón extraviado, y no han conocido mis caminos’. Por tanto, juré en mi ira: ‘No entrarán en mi reposo'».
Un silencio pesado cayó sobre la congregación. Muchos bajaron la mirada, reconociendo que, aunque ahora estaban en la tierra prometida, sus corazones a veces eran tan rebeldes como los de sus padres.
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**El Llamado Final**
Pero el salmista no terminó con la condenación. Con voz llena de esperanza, concluyó: «Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones».
Era una invitación a volverse, a escuchar, a someterse. El mismo Dios que los había guiado por el desierto seguía llamándolos, no para condenarlos, sino para darles descanso.
Y así, la asamblea respondió. Levantaron sus voces en arrepentimiento y fe, sabiendo que el Señor, el gran Pastor de las ovejas, los guiaría siempre que no cerraran sus oídos a su voz.
Porque el que tiene oídos para oír, que oiga.