**El Lamento de Job ante la Majestad de Dios**
En la tierra de Uz, donde el sol abrasador doraba los campos y el viento susurraba entre las tiendas de los hombres, Job, un varón justo y temeroso de Dios, se encontraba sumido en una profunda angustia. Sus amigos, sentados en silencio a su alrededor, no lograban consolar su espíritu atormentado. Con el rostro marcado por el dolor y el cuerpo cubierto de llagas, Job alzó sus ojos al cielo infinito y comenzó a hablar, su voz temblorosa pero llena de una elocuencia nacida del sufrimiento.
**»Ciertamente sé que es así,»** comenzó Job, **»¿pero cómo puede el hombre ser justo delante de Dios?»**
El aire pareció enrarecerse ante la solemnidad de sus palabras. Job, con mirada perdida en el horizonte, contemplaba la inmensidad de la creación: las montañas que se alzaban como gigantes, los ríos que serpenteaban como cintas de plata, y las estrellas que titilaban en la bóveda celeste como luces divinas.
**»Si alguno quisiera contender con Él,»** continuó, **»no le podría responder una vez entre mil.»**
En su mente, Job veía al Todopoderoso, cuyo poder había dado forma a los valles y cuyas manos habían esculpido las constelaciones. ¿Quién podía resistir ante Aquel que movía las montañas sin que nadie lo notara, que sacudía la tierra en su furor y hacía temblar los cimientos del mundo?
**»Él ordena al sol, y no sale; y sella las estrellas bajo su mando.»**
Job imaginaba al Señor caminando sobre las alturas de los cielos, pisando las olas del mar como si fueran tierra firme. Él, que había creado las Pléyades y Orión, que convertía las tinieblas en aurora y el día en noche oscura. ¿Cómo podría un simple mortal, frágil como la arcilla, presentar argumentos ante semejante Majestad?
**»Si viniera a mí, no lo vería; si pasara, no lo percibiría.»**
Un escalofrío recorrió su cuerpo al pensar en la invisibilidad de Dios. Su presencia era como el viento: poderosa, inasible, capaz de arrancar árboles de raíz, pero imposible de atrapar con las manos. Si Él decidía arrebatar algo, ¿quién podría detenerlo? ¿Quién se atrevería a preguntarle: «¿Qué haces?»
**»Dios no volverá atrás su ira, y debajo de Él se doblegan los que ayudan a los soberbios.»**
Job sabía que ni los más fuertes guerreros, ni los reyes más poderosos, podrían resistir el peso de la ira divina. Las naciones enteras se desvanecían como polvo ante su mirada. Y él, un simple hombre, ¿cómo podría defenderse?
**»¿Cómo, pues, le responderé yo?»** murmuró, con lágrimas que surcaban su rostro. **»Aunque fuese yo justo, mi propia boca me condenaría.»**
En su corazón, Job reconocía la imposibilidad de declararse inocente ante el Juez de toda la tierra. Aun si se lavara con agua pura y sus manos brillaran de limpieza, Dios lo sumergiría en el fango hasta que su propia ropa lo aborreciera.
**»Porque Él no es hombre como yo, para que le conteste y vayamos juntos a juicio.»**
No había árbitro entre ellos, nadie que pusiera su mano sobre ambos, reconciliando al Creador con la criatura. Si tan solo existiera alguien que mediara, que calmara la vara de castigo de Dios para que su terror no lo consumiera…
Pero no. Job solo podía clamar en su debilidad, sintiéndose como una hoja arrastrada por el vendaval de la soberanía divina.
**»Si digo: ‘Olvidaré mi queja, dejaré mi tristeza y aliviaré mi dolor,’ entonces me aterra pensar en tus juicios, porque sé que no me declararás inocente.»**
Con un suspiro que pareció brotar de lo más profundo de su alma, Job cerró los ojos. El sol comenzaba a ocultarse, pintando el cielo de púrpura y oro, pero su corazón seguía envuelto en sombras.
**»Si me justifico, mi propia boca me acusará; si me muestro perfecto, eso mismo me condenará.»**
Y así, bajo la vastedad del firmamento, Job se postró en el polvo, reconociendo la grandeza insondable de Dios y su propia pequeñez. Aunque no entendía los designios del Altísimo, sabía una cosa: el Señor era soberano, y su justicia, aunque misteriosa, era perfecta.
Y en ese silencio, entre lágrimas y polvo, la fe de Job, aunque quebrantada, no se extinguía.