En los días en que Israel no tenía rey, y cada uno hacía lo que bien le parecía, hubo un hombre llamado Jefté, de la tierra de Galaad. Jefté era un guerrero valiente, pero su vida no había sido fácil. Hijo de un hombre llamado Galaad y de una mujer que no era su esposa legítima, Jefté había sido rechazado por sus medio hermanos. Ellos lo habían echado de la casa de su padre, diciéndole: «Tú no heredarás en la casa de nuestro padre, porque eres hijo de otra mujer». Así que Jefté huyó de su hogar y se estableció en la tierra de Tob, donde se rodeó de hombres desesperados y vivió como un forajido.
Pero llegó el día en que los amonitas, un pueblo vecino, declararon la guerra a Israel. Los ancianos de Galaad, desesperados por encontrar un líder que los guiara en la batalla, recordaron a Jefté. «¿No es Jefté un guerrero valiente?», se dijeron unos a otros. «Él es el único que puede salvarnos». Así que fueron a buscarlo a la tierra de Tob.
Cuando llegaron donde Jefté, le dijeron: «Ven y sé nuestro capitán, para que peleemos contra los hijos de Amón». Jefté, recordando cómo lo habían tratado en el pasado, les respondió con amargura: «¿No me odiáis vosotros, y me echasteis de la casa de mi padre? ¿Por qué, pues, venís a mí ahora cuando estáis en apuros?». Los ancianos, humildes y arrepentidos, le suplicaron: «Por eso volvemos a ti ahora, para que vengas con nosotros y pelees contra los hijos de Amón, y seas nuestro jefe sobre todos los que habitamos en Galaad».
Jefté, después de reflexionar, accedió a su petición, pero no sin antes hacer un pacto solemne con ellos. «Si me hacéis volver para pelear contra los hijos de Amón, y Jehová los entrega delante de mí, ¿seré yo vuestro jefe?», preguntó. Los ancianos respondieron: «Jehová sea testigo entre nosotros, si no hacemos como tú dices». Así que Jefté regresó con ellos a Galaad, y el pueblo lo nombró su líder y comandante.
Antes de entrar en batalla, Jefté decidió enviar mensajeros al rey de los amonitas para intentar resolver el conflicto de manera pacífica. Les preguntó: «¿Qué tienes tú contra mí, que has venido a pelear contra mi tierra?». El rey de los amonitas respondió que Israel le había quitado sus tierras cuando salieron de Egipto, y exigía que se las devolvieran. Jefté, conocedor de la historia de su pueblo, le recordó cómo Israel había evitado pelear con los amonitas cuando llegaron a la tierra prometida, y cómo fue Dios quien les dio la victoria sobre los amorreos, no los amonitas. «Jehová, el Dios de Israel, ha desposeído a los amorreos delante de su pueblo Israel», dijo Jefté. «¿Y tú nos has de desposeer? Lo que Quemos, tu dios, te haya dado, eso posee; pero todo lo que Jehová nuestro Dios nos ha dado, eso poseeremos nosotros».
Pero el rey de los amonitas no escuchó las palabras de Jefté, y la guerra era inevitable. Entonces, el Espíritu de Jehová vino sobre Jefté, dándole fuerza y sabiduría para liderar a su pueblo. Jefté reunió a sus hombres y se preparó para la batalla. Pero antes de partir, hizo un voto solemne a Jehová: «Si entregares a los amonitas en mis manos, cualquiera que salga de las puertas de mi casa a recibirme cuando yo regrese victorioso de los amonitas, será de Jehová, y lo ofreceré en holocausto».
La batalla fue feroz, pero Jefté y sus hombres, fortalecidos por la mano de Dios, obtuvieron una gran victoria sobre los amonitas. Jefté regresó a su casa en Mizpa, lleno de gozo por la victoria que Jehová le había concedido. Pero cuando se acercaba a su hogar, su corazón se llenó de angustia al ver quién salía a recibirlo. Era su única hija, su amada hija, que salía danzando al son de panderos para celebrar su regreso. Jefté, al verla, rasgó sus vestiduras y gritó: «¡Ay, hija mía! ¡En verdad me has abatido! Tú eres la causa de mi desgracia, porque he dado mi palabra a Jehová, y no puedo retractarme».
Su hija, con una fe y una valentía que conmovieron a todos los que la vieron, respondió: «Padre mío, si has abierto tu boca a Jehová, haz conmigo conforme a lo que prometiste, ya que Jehová te ha vengado de tus enemigos, los hijos de Amón». Pero le pidió un último deseo: «Déjame ir por dos meses, para que vaya y descienda por los montes, y llore mi virginidad, yo y mis compañeras». Jefté accedió a su petición, y ella partió con sus amigas a lamentarse en los montes.
Después de dos meses, la hija de Jefté regresó, y él cumplió su voto con ella. Este acto de Jefté se convirtió en una costumbre en Israel, y cada año las jóvenes de Israel iban a lamentar la hija de Jefté durante cuatro días.
Jefté juzgó a Israel durante seis años, y aunque su voto fue controvertido, su fe y su liderazgo fueron reconocidos por el pueblo. Su historia nos recuerda la importancia de ser cuidadosos con nuestras promesas, especialmente cuando las hacemos a Dios, y nos muestra cómo la fe y la obediencia pueden llevar a grandes victorias, aunque a veces con un alto costo personal.