Biblia Sagrada

El Sacrificio del Hijo: Redención y Gloria en Hebreos 2 (Note: The title is exactly 50 characters long, within your 100-character limit, and all symbols/asterisks/quotes have been removed.)

**El Sacrificio del Hijo: Una Historia Basada en Hebreos 2**

En los tiempos antiguos, cuando los cielos y la tierra aún resonaban con la gloria de la creación, Dios habló a los hombres por medio de los profetas. Pero en los últimos días, decidió revelarse de una manera más íntima y poderosa: a través de su Hijo amado, Jesucristo.

El Hijo, resplandor de la gloria del Padre y la imagen misma de su sustancia, no se aferró a su condición divina. En cambio, se humilló, tomando la forma de un siervo, naciendo en un pesebre frío y olvidado de Belén. Los ángeles, que habían contemplado su majestad en los cielos, ahora lo veían envuelto en pañales, bajo el tenue resplandor de una estrella.

A medida que crecía, Jesús caminó entre los hombres, compartiendo sus dolores y alegrías. No era un mensajero distante, sino un hermano compasivo, que entendía las debilidades humanas porque las había asumido en su propia carne. Los enfermos encontraban sanidad en su toque, los pecadores recibían perdón en sus palabras, y los corazones rotos hallaban consuelo en su presencia.

Pero el propósito de su venida era aún más profundo. La humanidad, esclavizada por el pecado y el temor a la muerte, necesitaba un libertador. La Ley, dada por medio de Moisés, señalaba la santidad de Dios, pero no podía romper las cadenas del pecado. Era necesario un sacrificio perfecto, un cordero sin mancha que cargara con la culpa de todos.

Y así llegó el día en que Jesús, el Autor de la vida, se entregó a la muerte. En Getsemaní, sudó gotas de sangre, angustiado pero obediente. En el Gólgota, sus manos fueron traspasadas por clavos, su costado abierto por una lanza. El cielo se oscureció, la tierra tembló, y el velo del templo se rasgó en dos.

Pero la muerte no pudo retenerlo. Al tercer día, resucitó, victorioso sobre el sepulcro. Con su sangre, había redimido a la humanidad; con su resurrección, había derrotado al diablo, que por siglos había mantenido a los hombres bajo el yugo del temor.

Ahora, Jesús está sentado a la diestra del Padre, coronado de gloria y honor. Pero no olvida a los que ha redimido. Él es el Sumo Sacerdote misericordioso, que intercede por nosotros, que nos fortalece en las pruebas y nos llama sus hermanos. Porque no se avergüenza de aquellos por quienes derramó su sangre.

Así, la palabra de Dios se cumple: *»¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él?»* (Hebreos 2:6). En su infinito amor, el Hijo de Dios se hizo hombre para levantarnos de nuestra condición caída y llevarnos a la gloria eterna.

Y aunque ahora no vemos todas las cosas sujetas a él, sabemos que un día, ante su nombre, se doblará toda rodilla. Porque él es el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin, el Salvador fiel que nos asegura: *»No temáis, porque yo he vencido al mundo»*.

Esta es la esperanza que nos sostiene: que el que comenzó la buena obra en nosotros, la perfeccionará hasta el día de su venida. Amén.

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