Biblia Sagrada

**El Yugo de Hierro: Profecía de Jeremías a los Reyes** (96 caracteres)

**El Yugo de Hierro: La Profecía de Jeremías ante los Reyes**

En los días del reinado de Sedequías, rey de Judá, cuando la mano del Señor pesaba sobre el pueblo por sus rebeliones e idolatrías, la palabra del Señor vino a Jeremías con un mensaje solemne y extraño. Era un tiempo de intrigas políticas, donde las naciones vecinas conspiraban contra Nabucodonosor, rey de Babilonia, creyendo que podrían liberarse de su dominio. Pero el Señor, que conoce los corazones y los designios de los reyes, tenía un propósito mayor.

Una mañana, mientras el sol apenas despuntaba sobre las colinas de Jerusalén, el Señor ordenó a Jeremías: *»Hazte coyundas y yugos, y ponlos sobre tu cuello»*. Sin dudar, el profeta tomó maderas duras y hierro forjado, y con sus propias manos construyó un yugo pesado, semejante al que llevaban los bueyes al arar la tierra. Pero este yugo no era para bestias, sino para hombres. Era un símbolo del juicio divino.

Con el yugo sobre sus hombros, Jeremías caminó por las calles de Jerusalén, atrayendo miradas curiosas y burlonas. Los mercaderes en el mercado se señalaban entre sí, y los sacerdotes del templo murmuraban, incómodos. Pero él no se detuvo. El Señor le había ordenado enviar mensajeros a los reyes de Edom, Moab, Ammón, Tiro y Sidón, quienes habían enviado embajadores a Sedequías para conspirar contra Babilonia.

Cuando los embajadores se reunieron en el palacio real, Jeremías entró con paso firme, el yugo de hierro crujiendo bajo su peso. Todos guardaron silencio. Con voz clara, el profeta declaró:

—Así dice el Señor de los ejércitos, el Dios de Israel: «Con gran poder y brazo extendido, he entregado todas estas tierras en manos de Nabucodonosor, rey de Babilonia, mi siervo. Todas las naciones le servirán a él, a su hijo y al hijo de su hijo, hasta que llegue también el tiempo de su propia tierra, cuando muchas naciones y grandes reyes lo someterán a él.»

Los embajadores se miraron entre sí, incrédulos. ¿Cómo podía el Dios de Israel llamar *»siervo»* a un rey pagano? Pero Jeremías continuó:

—Y a toda nación que no someta su cuello al yugo del rey de Babilonia, la castigaré con espada, hambre y pestilencia, hasta que sea destruida por su mano. No escuchen a sus profetas, adivinos o soñadores que les dicen: ‘No sirvan al rey de Babilonia’, porque les mienten.

El mensaje era claro: la rebelión era inútil. La voluntad de Dios era que Judá y las naciones vecinas aceptaran el dominio babilónico como parte de su juicio. Pero el corazón humano es terco.

Uno de los embajadores de Tiro se burló:

—¿Acaso nuestro dios Melqart no es más fuerte que el tuyo? Nosotros resistiremos.

Jeremías no se inmutó.

—El Señor no habla en vano. Si resisten, caerán.

Poco después, un falso profeta llamado Hananías se enfrentó a Jeremías en el templo. Arrancó el yugo de su cuello y lo rompió, gritando:

—¡Así dice el Señor! Dentro de dos años, romperé el yugo de Nabucodonosor y traeré de vuelta los tesoros del templo!

La multitud vitoreó, pero Jeremías, con tristeza, respondió:

—Tú has roto un yugo de madera, pero en su lugar, Dios pondrá un yugo de hierro. Porque has hecho rebelar al pueblo con mentiras, morirás este mismo año.

Y así fue. Hananías murió antes de que terminara el año, y el yugo de Babilonia se volvió más pesado que nunca.

**Reflexión Final**

La historia de Jeremías y el yugo nos enseña que la soberanía de Dios se extiende sobre todas las naciones, incluso sobre los imperios más poderosos. A veces, su juicio llega en formas que no entendemos, pero su propósito es siempre justo. La humildad y la obediencia son el camino de la verdadera liberación, pues solo cuando Judá aceptó el exilio, Dios les prometió un futuro de restauración. Así también hoy, su yugo es pesado para el rebelde, pero ligero para el que se humilla bajo su mano poderosa.

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