**El Lamento de Job: Un Corazón Quebrantado ante Dios**
El sol se ocultaba tras las montañas de Uz, tiñendo el cielo de tonos rojizos y dorados, como si el mismo firmamento llorara sangre. Job, sentado sobre el montón de ceniza, contemplaba el horizonte con ojos hinchados de tanto llorar. Su cuerpo, antes fuerte y vigoroso, ahora no era más que un esqueleto cubierto de llagas purulentas. El viento cálido acariciaba su piel ulcerada, pero ni siquiera ese leve contacto podía aliviar el dolor que lo consumía por dentro y por fuera.
Sus tres amigos—Elifaz, Bildad y Sofar—permanecían sentados a su alrededor, pero ya no eran compañeros de consuelo, sino acusadores implacables. Sus palabras, antes disfrazadas de sabiduría, ahora eran flechas envenenadas que atravesaban su alma. Job alzó lentamente su rostro hacia ellos, y con una voz ronca por el sufrimiento, comenzó a hablar:
—¡Cuántas veces he escuchado estas cosas! ¡Cansancio es todo lo que me ofrecen! ¿Acaso creen que no sé lo que piensan? Ustedes, que están cómodos y sanos, se atreven a juzgar mi dolor como si fuera castigo por algún pecado oculto. Si estuvieran en mi lugar, yo también podría sermonearlos, sacudir contra ustedes palabras duras… pero no. Yo les hablaría con consuelo, les devolvería la esperanza.
Un silencio incómodo se extendió entre ellos. Job miró hacia el cielo, como si buscara en las estrellas alguna respuesta divina. Su respiración era entrecortada, y cada palabra que salía de sus labios parecía costarle un esfuerzo sobrehumano.
—Pero mi fuerza se agota—continuó—. Aunque no haya pecado contra Dios, Él me ha quebrantado; me ha entregado en manos de los impíos. Me rodean mis enemigos, me desgarran sin piedad. Su ira contra mí estalla como la de un animal feroz; crujen sus dientes y me miran con ojos llenos de odio.
Una lágrima surcó su mejilla, mezclándose con el polvo y la ceniza. Recordaba los días en que era un hombre próspero, amado por su familia y respetado por todos. Ahora, incluso los niños del pueblo huían de él, asustados por su apariencia desfigurada.
—Dios me ha entregado al impío, me ha arrojado en las garras de los malvados—gimió—. Vivía en paz, y de repente Él me despedazó; me agarró por el cuello y me hizo pedazos. Me puso como blanco de sus flechas, sus arqueros me rodean. Sin compasión, atraviesan mis riñones y derraman mi bilis en la tierra.
El dolor en su pecho no era solo físico. Cada recuerdo de sus hijos muertos, de sus riquezas perdidas, de su esposa que ahora le decía que maldijera a Dios y muriera, era como una espada clavada en su corazón.
—Mi rostro está enrojecido de tanto llorar—susurró—, y mis párpados están cargados de sombras de muerte. Y sin embargo…
Aquí hizo una pausa, respirando hondo. A pesar de todo, algo dentro de él se aferraba a una chispa de esperanza.
—Aunque me están matando, yo sé que en los cielos está mi Redentor. Él es mi testigo, mi intercesor. Mis lágrimas claman ante Él, y aunque mi carne perezca, veré a Dios con mis propios ojos. Lo veré… y no como un enemigo, sino como mi Salvador.
Los amigos de Job bajaron la mirada, incapaces de responder. El viento siguió soplando, llevándose consigo el eco del lamento de un hombre que, en medio de la desesperación más profunda, aún encontraba fuerzas para confiar en la justicia divina.
Y así, bajo el manto de la noche, Job permaneció en silencio, entregando su dolor al único que podía entenderlo por completo: el Dios que, aunque parecía distante, nunca lo había abandonado.