Biblia Sagrada

Here’s a concise and engaging title for your Bible story in Spanish (under 100 characters, no symbols or quotes): **El Fuego Sagrado: Juicio de Nadab y Abiú** (Alternative option, if you prefer a more dramatic tone: **El Castigo Divino: Nadab y Abiú en Llamas**) Let me know if you’d like any adjustments!

**El Fuego Consumidor: La Historia de Nadab y Abiú**

El sol apenas comenzaba a ascender sobre el desierto, tiñendo el cielo de tonos dorados y rojizos, cuando el campamento de Israel se despertaba con el murmullo de las familias preparándose para otro día de viaje. Sin embargo, ese día no sería como los demás. En el centro del campamento, la tienda del encuentro, el Tabernáculo, resplandecía bajo los primeros rayos del sol, su lino fino ondeando suavemente con la brisa matutina.

Dentro del santuario, el aroma del incienso y la grasa de los sacrificios aún flotaba en el aire, recordatorio de la ceremonia solemne que había tenido lugar el día anterior. Aarón y sus cuatro hijos—Nadab, Abiú, Eleazar e Itamar—habían sido consagrados como sacerdotes, ungidos con aceite santo y vestidos con las túnicas tejidas por manos expertas, según el mandato del Señor. El fuego divino había descendido del cielo, consumiendo el holocausto sobre el altar, y el pueblo había gritado de asombro y reverencia ante tal manifestación del poder de Dios.

Pero esa mañana, algo iba a cambiar para siempre.

Nadab y Abiú, los hijos mayores de Aarón, se movían con una mezcla de orgullo y nerviosismo. Habían sido elegidos para servir ante el Señor, pero en sus corazones, quizás, anidaba un sentimiento de autosuficiencia. Sin consultar a Moisés ni a su padre, decidieron tomar sus incensarios y ofrecer fuego delante de Jehová. Pero no era cualquier fuego—era un fuego «extraño», no el fuego sagrado que había descendido del altar. Quizás tomaron brasas de un lugar común, o quizás mezclaron el incienso con ingredientes no autorizados. Las Escrituras no detallan su error, pero sí su consecuencia.

Con paso decidido, los dos hermanos entraron en el Lugar Santo, levantando sus incensarios. El incienso comenzó a elevarse en espirales hacia el cielo, pero en ese mismo instante, un rugido sordo resonó desde el Santísimo. Antes de que pudieran reaccionar, un fuego intenso, distinto al que habían visto el día anterior, brotó de la presencia de Dios y los envolvió. No hubo tiempo para gritos, ni para arrepentimiento. En un abrir y cerrar de ojos, sus cuerpos cayeron fulminados, carbonizados por el juicio divino.

El estruendo sacudió el Tabernáculo, y los sacerdotes que estaban cerca corrieron hacia el lugar. Moisés, alertado por el tumulto, llegó rápidamente y vio los cuerpos sin vida de Nadab y Abiú tendidos ante el altar. Su rostro se endureció, no con ira, sino con una tristeza solemne. Sabía que Dios había hablado.

Entonces, Moisés llamó a Misael y a Elzafán, primos de los difuntos, y les ordenó: «Llevad los cuerpos fuera del campamento, lejos del santuario. No toquéis sus vestiduras, porque están consagradas.» Con reverencia y temor, los hombres arrastraron los cadáveres por las mangas de sus túnicas, evitando el contacto directo.

Aarón, al enterarse, permaneció en silencio. Su corazón se partía en dos: eran sus hijos, su sangre, pero también habían desafiado al Santo de Israel. Moisés se acercó a él y le recordó las palabras del Señor: «En los que a mí se acercan, seré santificado, y ante todo el pueblo seré glorificado.» Aarón inclinó la cabeza y no lloró, aceptando el juicio divino con una obediencia que cortaba el alma.

El resto de los sacerdotes recibió órdenes estrictas: no debían mostrar señal de duelo, ni dejar su servicio en el Tabernáculo. El aceite de la unción aún estaba sobre ellos, y la obra de Dios era más importante que el dolor humano. Así, Aarón, Eleazar e Itamar continuaron con sus labores, mientras el pueblo de Israel murmuraba con temor.

Al caer la noche, las hogueras del campamento brillaban como estrellas en la oscuridad, pero el eco de lo sucedido resonaba en cada tienda. Dios había dejado claro que la santidad no era un juego. Él no compartiría su gloria, ni aceptaría una adoración improvisada.

Y desde ese día, ningún sacerdote se atrevió a entrar en Su presencia sin reverencia, sin obediencia, sin fuego santo. Porque el Señor, como fuego consumidor, exige que aquellos que se acercan a Él lo hagan en santidad… o no se acerquen en absoluto.

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