La Parábola del Rico Necio y la Confianza en Dios (Note: The original title provided is already under 100 characters, clear, and in Spanish. No symbols or quotes are present, so no further edits are needed.) Alternative shortened option (if preferred): El Rico Necio y la Confianza en Dios (47 characters) Both titles are faithful to the story’s theme of warning against greed and emphasizing trust in God’s provision. The first (original) is more complete, while the second is concise. Would you like any stylistic adjustments (e.g., more poetic, modern, or simplified)?
**La Parábola del Rico Necio y la Confianza en Dios**
El sol comenzaba a declinar sobre las colinas de Galilea, tiñendo el cielo de tonos dorados y púrpura. Una multitud se había reunido alrededor de Jesús, tan numerosa que los hombres y mujeres se empujaban unos a otros para escuchar sus palabras. El aire estaba cargado de expectación, y los corazones ardían con el deseo de sabiduría.
Entre la gente, un hombre, cuyo rostro reflejaba preocupación y ansiedad, alzó la voz:
—Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia.
Jesús, cuyos ojos penetraban hasta lo más profundo del alma, respondió con firmeza pero sin dureza:
—Hombre, ¿quién me ha puesto sobre vosotros como juez o partidor?
Luego, volviéndose hacia todos, advirtió con solemnidad:
—Mirad y guardaos de toda avaricia, porque la vida de un hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee.
Entonces, comenzó a contar una parábola, y su voz resonó como un eco de eternidad:
—Las tierras de un hombre rico habían producido una cosecha tan abundante que los graneros no podían contenerla. El hombre, lleno de orgullo, se puso a razonar consigo mismo: «¿Qué haré, pues no tengo dónde almacenar mis frutos?» Y dijo: «Haré esto: derribaré mis graneros y edificaré otros más grandes, y allí guardaré todos mis granos y mis bienes. Y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, regocíjate.»
El relato de Jesús pintaba una imagen vívida: el hombre, satisfecho, contemplando sus riquezas, convencido de que su futuro estaba asegurado. Pero entonces, la voz del Señor retumbó como un trueno en medio de la quietud:
—Pero Dios le dijo: «Necio, esta misma noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿para quién será?»
Un silencio profundo cayó sobre la multitud. Los rostros que antes mostraban admiración por la astucia del rico ahora reflejaban temor. Jesús, con mirada compasiva pero firme, concluyó:
—Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios.
Luego, dirigiéndose a sus discípulos, les enseñó con palabras que trascendían el tiempo:
—Por tanto, os digo: No os afanéis por vuestra vida, qué comeréis; ni por el cuerpo, qué vestiréis. La vida es más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido. Considerad los cuervos: no siembran, ni siegan; no tienen almacén ni granero, y Dios los alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que las aves? ¿Y quién de vosotros podrá con afanarse añadir a su estatura un codo?
Las palabras de Jesús fluían como un río de consuelo. Señaló hacia los lirios del campo, que vestían con más gloria que Salomón en toda su opulencia.
—Si así viste Dios la hierba, que hoy está en el campo y mañana es echada al horno, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe?
Los corazones de los oyentes se conmovían. Algunos bajaron la mirada, reconociendo su falta de confianza. Jesús continuó:
—No os afanéis, pues, diciendo: «¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos?» Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero vuestro Padre sabe que tenéis necesidad de ellas. Buscad más bien el reino de Dios, y todas estas cosas os serán añadidas.
El mensaje era claro: la verdadera seguridad no estaba en las riquezas terrenales, sino en la provisión del Padre celestial.
—No temáis, manada pequeña —añadió Jesús con ternura—, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino.
Y entonces, con una exhortación que resonaría por generaciones, concluyó:
—Vended vuestras posesiones y dad limosna; haceos bolsas que no se envejecen, tesoro en los cielos que no se agote, donde ladrón no llega ni polilla destruye. Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.
La multitud quedó en silencio, meditando en estas palabras. Algunos sintieron el peso de sus prioridades equivocadas; otros, un nuevo fuego de esperanza. El sol ya se había ocultado, pero la luz de la enseñanza de Jesús brillaba más que nunca en sus corazones.
Y así, con la noche cayendo sobre Galilea, los discípulos comprendieron que el verdadero tesoro no se mide en monedas, sino en la confianza inquebrantable en Aquel que cuida de sus hijos.