**El Mensaje de Dios para la Tierra Lejana**
En los días del rey Ezequías, cuando Judá se encontraba bajo la amenaza de Asiria, el Señor dirigió una palabra profética hacia una tierra distante, más allá de los ríos de Etiopía. Era una nación de gente alta y de tez brillante, temida en todas las regiones por su fuerza y ferocidad en la batalla. Sus mensajeros surcaban las aguas en ligeras embarcaciones de papiro, deslizándose como serpientes sobre el Nilo, llevando consigo tributos y alianzas a los reinos cercanos.
El profeta Isaías, movido por el Espíritu de Dios, alzó su voz para declarar el juicio del Altísimo sobre esta nación poderosa.
—¡Ay de la tierra que hace sombra con sus alas, más allá de los ríos de Cus! —anunció Isaías con voz solemne—. Tú, que envías embajadores por el mar en navíos de juncos sobre las aguas, escucha la palabra del Señor: ¡Pueblo alto y pulido, nación temible desde su principio, gente fuerte que holla la tierra!
El sol ardiente de aquel día reverberaba sobre las aguas del Nilo mientras los mercaderes etíopes comerciaban en los puertos de Egipto. Sus guerreros, altivos y orgullosos, se pavoneaban con sus lanzas relucientes, confiados en su poder. Pero el Señor, que mira desde lo alto de los cielos, no se impresiona con la fuerza de los hombres.
—Cuando llegue el tiempo señalado —continuó Isaías—, cuando la vid esté en flor y las primeras uvas maduren, el Señor cortará los sarmientos con podaderas afiladas y arrancará los brotes.
Dios no actuaría de inmediato, sino que esperaría el momento preciso, como el agricultor que sabe cuándo podar para obtener el mejor fruto. El juicio no sería apresurado, pero sería inevitable.
—Serán dejados juntos para las aves de los montes y para las bestias de la tierra —declaró el profeta—. Las aves rapaces veranearán sobre ellos, y todas las fieras del campo invernarán sobre sus cadáveres.
La imagen era clara: los poderosos guerreros de aquella nación caerían sin gloria, abandonados en el campo de batalla como carroña para los buitres. Su orgullo no los salvaría.
Pero en medio de este juicio, había un propósito mayor. Porque en aquel tiempo, cuando el Señor de los Ejércitos actuara, el pueblo de Etiopía traería tributo al monte Sión.
—En aquel tiempo —anunció Isaías—, será traído un presente al Señor de los Ejércitos, al lugar del nombre del Señor de los Ejércitos, al monte de Sión.
Aunque ahora eran una nación lejana y ajena al pacto de Israel, llegaría el día en que reconocerían la grandeza del Dios verdadero. No por su fuerza, sino por la misericordia del Señor, vendrían a adorar.
Y así, la profecía de Isaías se cumpliría en los siglos venideros, cuando los etíopes, como muchos otros pueblos, inclinarían sus corazones ante el Rey de reyes. Porque el juicio de Dios nunca es solo destrucción, sino también redención. Y su mensaje, aunque severo, siempre lleva consigo la esperanza de que hasta los más lejanos volverán a Él.