Biblia Sagrada

La Gloria del Señor Abandona el Templo (Note: The original title provided fits within the 100-character limit and effectively summarizes the story. No symbols or quotes are present, so no further edits are needed.) Alternative option (if a shorter variation is preferred): La Gloria de Dios Abandona el Templo (48 characters) Both titles are clear, concise, and faithful to the narrative.

**La Gloria del Señor Abandona el Templo**

El aire en Jerusalén estaba cargado de un silencio pesado, como si la ciudad misma contuviera el aliento ante lo que estaba por suceder. El profeta Ezequiel, postrado en el atrio del templo, sentía el peso de la presencia divina, una majestad tan abrumadora que casi le quitaba el aliento. Había sido testigo de visiones celestiales antes, pero lo que estaba a punto de presenciar marcaría un momento crucial en la historia de Israel.

De repente, el sonido de alas poderosas resonó sobre su cabeza. Alzó la vista y vio de nuevo los querubines, aquellos seres celestiales que había contemplado en su visión anterior. Sus formas eran deslumbrantes, como bronce bruñido mezclado con fuego, y cada uno de ellos tenía cuatro rostros: el de un león, el de un buey, el de un águila y el de un hombre. Sus alas se extendían hacia lo alto, tocándose las unas a las otras, mientras que debajo de ellas, ruedas misteriosas giraban con destellos de berilo, siguiendo el movimiento de los seres vivientes como si estuvieran unidas a ellos por un mismo espíritu.

Sobre las cabezas de los querubines, Ezequiel divisó una expansión resplandeciente, como un firmamento de cristal, y encima de ella, el trono de Dios. La gloria del Señor, que antes llenaba el santuario interior, ahora se manifestaba sobre los querubines, brillando con un fulgor que parecía consumir todo a su paso. El profeta sintió un temor reverencial al comprender que algo trascendental estaba ocurriendo.

Entonces, una voz poderosa, como el estruendo de muchas aguas, habló desde el trono: *»Hijo de hombre, extiende tu mano hacia las ascuas de fuego que están entre los querubines.»* Ezequiel obedeció, y ante sus ojos, uno de los seres celestiales tomó con sus manos brasas ardientes del fuego que ardía entre ellos. El querubín las esparció sobre la ciudad, un acto simbólico de juicio inminente. El fuego purificador de Dios, que antes había santificado, ahora sería derramado como señal de destrucción sobre Jerusalén por su rebelión e idolatría.

Mientras observaba, el esplendor de la gloria del Señor comenzó a moverse. Los querubines, con sus alas desplegadas, se alzaron del suelo, y las ruedas llenas de ojos se movieron con ellos, girando en perfecta armonía. El sonido de sus alas era como el rugido del Todopoderoso, como el estruendo de un ejército innumerable. Poco a poco, la gloria del Señor se desplazó desde el umbral del templo hacia la entrada oriental.

Ezequiel, con el corazón quebrantado, entendió el significado de aquella visión: la presencia de Dios, que había morado entre su pueblo desde los días de Moisés, ahora se retiraba. No por capricho, sino por la obstinada infidelidad de Israel. El templo, antes santo, se había convertido en un lugar manchado por la idolatría y la injusticia.

Con solemnidad, la gloria del Señor se detuvo sobre el monte de los Olivos, al este de la ciudad, como si esperara un momento más, dando oportunidad al arrepentimiento. Pero la ciudad seguía sumida en su pecado. Finalmente, la visión se desvaneció, y Ezequiel quedó con un profundo dolor en su alma.

El mensaje era claro: el juicio era inevitable, pero incluso en medio de la disciplina, la misericordia de Dios no se extinguía por completo. Algún día, su gloria regresaría. Y así, con lágrimas en los ojos, el profeta comenzó a transmitir las palabras del Señor, anunciando tanto la destrucción como la futura restauración, porque el Dios de Israel, aunque santo y justo, seguía siendo un Dios de pacto y redención.

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