**La Redención de Israel: Una Historia de Infidelidad y Amor Inquebrantable**
El sol se ocultaba tras las colinas de Judá, tiñendo el cielo de tonos dorados y púrpuras, mientras el profeta Jeremías se arrodillaba en el polvo, su corazón pesado como una piedra. Desde su juventud, Dios lo había llamado para ser voz de advertencia y esperanza, pero hoy, el mensaje que llevaba era especialmente doloroso. Respiró hondo y levantó los ojos al cielo, sintiendo el peso de las palabras divinas que ardían en su pecho.
—»Si un hombre repudia a su mujer, y ella lo abandona y se casa con otro, ¿acaso él volverá a recibirla? ¿No quedaría la tierra completamente mancillada?»— murmuraba Jeremías, repitiendo las palabras del Señor.
Era una imagen cruda, pero necesaria. Israel, la esposa amada de Yahweh, había cometido adulterio una y otra vez. Jeremías cerró los ojos, recordando cómo las tribus del norte, el reino de Israel, se habían entregado a los ídolos de los cananeos, levantando altares a Baal bajo cada árbol frondoso y en cada colina alta. A pesar de las advertencias de los profetas, no se arrepintieron. Y ahora, Samaria, su capital, yacía en ruinas, llevada al exilio por los asirios setenta años atrás.
Pero lo más triste era que Judá, el reino del sur, había visto el castigo de su hermana y, en lugar de aprender, siguió el mismo camino. Jerusalén, la ciudad santa, estaba llena de injusticia. Los sacerdotes ofrecían sacrificios con manos manchadas de sangre inocente, los comerciantes engañaban a los pobres, y los reyes, en lugar de guiar al pueblo hacia Dios, se aliaban con naciones paganas buscando protección.
—»¡Oh Judá, esposa infiel! Has visto lo que le sucedió a Israel, y aún así no has tenido temor»— clamó Jeremías, su voz quebrándose de dolor.
En su visión, el profeta veía a Israel como una mujer que, habiendo sido repudiada por su infidelidad, vagaba sola y deshonrada. Pero aun así, Dios no la había olvidado.
—»Vuelve, oh Israel rebelde—declara el Señor—, no miraré con enojo hacia ti, porque soy misericordioso y no guardaré rencor eternamente. Solo reconoce tu culpa: has transgredido contra el Señor tu Dios y te has prostituido con extraños bajo todo árbol frondoso, y no has obedecido mi voz»—.
Jeremías sintió un escalofrío al escuchar la ternura en la voz de Dios. A pesar de todo, el amor divino no se extinguía. Era como el de un padre que, aunque disciplinaba a sus hijos, jamás dejaba de anhelar su regreso.
—»Regresen, hijos rebeldes—continuó el Señor—, y yo sanaré su rebeldía»—.
El profeta imaginó un futuro en el que Israel y Judá, las dos hermanas divididas por el pecado, volverían a ser una sola nación bajo el cetro de un rey justo. Un tiempo en el que Jerusalén sería llamada «Trono del Señor», y todas las naciones se reunirían allí para adorar al único Dios verdadero.
Pero para que eso sucediera, el pueblo debía arrepentirse. Debían dejar atrás sus ídolos, sus corazones endurecidos, y clamar al Señor con sinceridad.
—»Aquí estamos—gritaría el remanente fiel—, venimos a ti, porque tú eres el Señor nuestro Dios. Ciertamente, los montes y las colinas pueden temblar, pero tu amor firme nunca se apartará de nosotros»—.
Jeremías abrió los ojos, las lágrimas resbalando por su rostro. Sabía que el camino sería difícil. Muchos se burlarían de su mensaje, otros lo perseguirían. Pero Dios le había dado una promesa: aunque el juicio era inevitable, la restauración también lo era.
Y así, con paso firme, el profeta se levantó y se dirigió hacia las puertas de Jerusalén, listo para proclamar una vez más las palabras que resonaban en su alma:
—»Vuelvan, hijos pródigos, porque grande es la misericordia del Señor. Él los espera con los brazos abiertos»—.
Mientras la última luz del día desaparecía, una brisa suave recorría las calles de la ciudad, como un susurro divino: *Aunque sus pecados sean como la escarlata, como la nieve serán emblanquecidos.* La redención estaba al alcance de la mano… si tan solo se atrevían a creer.