Biblia Sagrada

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**El Sacerdote y Rey Eterno**

En los días antiguos, cuando los reinos de la tierra se levantaban y caían como las olas del mar, el Señor Dios todopoderoso pronunció un juramento solemne que resonaría por toda la eternidad. Era un decreto divino, una promesa inquebrantable dirigida a un hombre escogido, un rey según el corazón de Dios.

El salmista David, iluminado por el Espíritu Santo, contempló una visión asombrosa: el Mesías prometido, sentado a la diestra del Altísimo, vestido de gloria y majestad. Con voz temblorosa pero llena de convicción, David escribió las palabras que el Señor le había revelado:

*»Jehová dijo a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies.»*

**La escena celestial**

En los altos cielos, donde el tiempo se desvanece ante la eternidad, el Hijo amado del Padre fue recibido con honor incomparable. Ángeles y arcángeles se postraron ante Él, sus alas extendidas como un mar de luz, mientras coros celestiales entonaban cánticos de alabanza. El Hijo, vestido con túnica de justicia y ceñido con el cinturón de la verdad, tomó su lugar junto al trono del Padre.

Era el cumplimiento de un misterio sagrado: el Ungido, no solo como Rey de reyes, sino también como Sacerdote eterno según el orden de Melquisedec. Este antiguo sacerdote, rey de Salem, había bendecido a Abraham siglos atrás, sin principio ni fin conocido, prefigurando al Mesías que uniría para siempre el reinado y el sacerdocio.

**El decreto de victoria**

El Padre extendió su cetro de autoridad y declaró: *»Tu pueblo se te ofrecerá voluntariamente en el día de tu poder.»* Y así sería: hombres y mujeres de toda tribu y nación acudirían al Hijo, no por obligación, sino por amor, reconociendo su señorío. Su ejército, vestido de santidad, avanzaría con la espada de la verdad, no para derramar sangre terrenal, sino para conquistar corazones con el evangelio de paz.

Mientras tanto, en la tierra, los enemigos del Rey se agitaban en vano. Reyes y gobernantes conspiraban, pensando que podrían derrotar al Ungido de Dios. Pero el Altísimo se reía de sus planes, pues había decretado que toda rodilla se doblaría y toda lengua confesaría que Jesucristo es el Señor.

**El día de la ira**

Llegaría el día en que el Hijo, investido de poder divino, juzgaría a las naciones. *»Quebrantará a los reyes en el día de su ira,»* proclamó el salmo. Los impíos, que habían despreciado su misericordia, enfrentarían su justicia. Los valles de la tierra se teñirían del rojo de la batalla final, no porque el Mesías necesitara ejércitos humanos, sino porque su sola palabra sería suficiente para derribar fortalezas.

Y sin embargo, en medio del juicio, brillaba la misericordia. Porque este mismo Rey, que juzgaría con equidad, había ofrecido su vida en sacrificio. Su sacerdocio no requería ofrendas de animales, pues Él mismo era el Cordero inmolado, cuya sangre limpiaba todo pecado.

**La promesa eterna**

Así, el salmo 110 se cumplía en toda su plenitud: el Mesías reinaría para siempre, no solo sobre Israel, sino sobre un reino sin fin. Su cetro no se corrompería, su sacerdocio no tendría sucesor, porque Él vive por los siglos de los siglos.

Y aunque David no vivió para ver el cumplimiento total de esta profecía, su corazón se regocijó, sabiendo que de su linaje nacería el Salvador. Porque el Señor había jurado, y no se retractaría:

*»Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec.»*

Y así será, hasta que el último enemigo sea vencido, y Dios sea todo en todos.

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