Biblia Sagrada

El Corazón Humilde de Eliab: Una Historia del Salmo 131 (99 characters)

**El Corazón Humilde: Una Historia Basada en el Salmo 131**

En los días del rey David, cuando Jerusalén comenzaba a florecer como la ciudad escogida por Dios, había un hombre llamado Eliab, quien vivía en una aldea cercana a Belén. Eliab no era un guerrero famoso ni un príncipe poderoso, sino un pastor de ovejas, como lo había sido David en su juventud. Sin embargo, su corazón guardaba una paz que muchos en el reino anhelaban pero no comprendían.

Eliab había aprendido desde niño que la verdadera grandeza no se encontraba en la ambición desmedida ni en la búsqueda de honores, sino en la quietud del alma ante el Señor. Cada mañana, al salir el sol, llevaba su rebaño a los pastos verdes que se extendían cerca de las colinas donde, años atrás, el joven David había pastoreado sus ovejas antes de ser ungido rey. Mientras las ovejas pacían, Eliab se sentaba bajo la sombra de un viejo olivo, cerraba los ojos y elevaba una oración sencilla:

*»Señor, mi corazón no es orgulloso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que están más allá de mi alcance. Como un niño destetado en brazos de su madre, así está mi alma en Ti.»*

Estas palabras, inspiradas en el susurro del Espíritu, resonaban en lo más profundo de su ser. Eliab recordaba cómo su madre, antes de fallecer, le había enseñado a confiar en Dios con la misma sencillez con la que un niño confía en los brazos de su progenitora. No había lugar para la ansiedad en su corazón, pues sabía que el Señor era su sustento y su paz.

Un día, mientras descansaba junto al arroyo que serpenteaba entre las colinas, llegó a la aldea un grupo de mercaderes provenientes de Jerusalén. Traían noticias de la corte del rey David: batallas ganadas, riquezas acumuladas y la fama del monarca que se extendía por todas las naciones. Muchos jóvenes de la aldea, al escuchar estas historias, suspiraban con anhelo, deseando un destino de gloria y reconocimiento.

—¿No te gustaría ir a Jerusalén, Eliab? —preguntó uno de sus amigos—. Podrías unirte al ejército del rey y hacerte un nombre.

Eliab sonrió con calma y respondió:

—Mi nombre ya está escrito en el corazón de Dios. ¿Qué más puedo desear?

Sus palabras sorprendieron a los demás, pero él no buscaba su aprobación. Sabía que la ambición desmedida solo traía inquietud, mientras que la humilde confianza en el Señor traía descanso.

Pasaron los años, y mientras muchos de sus compañeros partieron en busca de fortuna, Eliab permaneció en la aldea, cuidando de su rebaño y de los ancianos que ya no podían trabajar. Su vida no estaba llena de riquezas materiales, pero su alma rebosaba de una paz que superaba todo entendimiento.

Una noche, mientras las estrellas brillaban sobre los campos, Eliab escuchó una voz suave en su corazón:

*»Pon tu esperanza en el Señor, ahora y siempre.»*

No era una voz audible, sino el eco de la verdad que había guardado por años. Con lágrimas de gratitud, inclinó su rostro hacia la tierra y adoró.

Y así, en la quietud de su corazón humilde, encontró la verdadera grandeza: la presencia de Dios, que nunca abandona a quienes confían en Él con la sencillez de un niño.

**Fin.**

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