**La llegada de Pablo a Roma**
El barco que llevaba al apóstol Pablo y a los demás náufragos había sido destruido por la furia del mar, pero, como Dios lo había prometido, ninguna vida se perdió. Después de tres meses en la isla de Malta, donde Pablo había sanado a muchos y predicado el evangelio, llegó el momento de continuar el viaje hacia Roma.
Con el corazón lleno de expectativa, Pablo subió a bordo de otra nave, esta vez con una tripulación más confiable. El invierno había pasado, y las aguas del Mediterráneo estaban más tranquilas. La brisa salada acariciaba sus rostros mientras la embarcación avanzaba hacia el norte. Junto a Pablo viajaban Lucas, el médico amado, y Aristarco, su fiel compañero de misiones, además del centurión Julio, quien lo trataba con notable respeto.
Finalmente, después de hacer escala en Siracusa y Regio, el barco llegó a Putéoli, un puerto cercano a la bahía de Nápoles. Allí, para sorpresa de Pablo, se encontró con algunos hermanos en la fe que, al enterarse de su llegada, lo recibieron con gran alegría. El apóstol, aunque aún era un prisionero, pudo pasar siete días con ellos, compartiendo enseñanzas y fortaleciendo sus corazones.
Pero el viaje no había terminado. Pronto, la escolta romana los condujo por tierra hacia la gran ciudad de Roma. A medida que se acercaban, las noticias de la llegada de Pablo se esparcieron entre los creyentes de la capital del imperio. Algunos de ellos salieron a su encuentro hasta el Foro de Apio y las Tres Tabernas, lugares conocidos en la Vía Apia, la gran calzada romana.
Al verlos, Pablo levantó las manos encadenadas en señal de bendición y, con lágrimas en los ojos, dio gracias a Dios. Aquellos hermanos, muchos de los cuales nunca lo habían visto antes, lo abrazaron como a un padre espiritual. El centurión, conmovido por la escena, permitió que Pablo caminara entre ellos, compartiendo palabras de aliento.
Al entrar en Roma, el apóstol no fue llevado inmediatamente ante el emperador Nerón, como esperaba. En cambio, por disposición de las autoridades, se le permitió alquilar una casa bajo custodia militar. Allí, aunque estaba atado día y noche a un soldado, gozaba de cierta libertad para recibir visitas.
Sin perder tiempo, Pablo convocó a los principales líderes judíos de la ciudad. Cuando llegaron, les dijo con firmeza y amor:
—Hermanos, aunque no he hecho nada contra nuestro pueblo ni contra las tradiciones de nuestros padres, fui entregado como prisionero desde Jerusalén a manos de los romanos. Después de interrogarme, quisieron liberarme porque no hallaron en mí causa alguna de muerte. Pero como los judíos se opusieron, me vi obligado a apelar al César, no porque tenga algo de qué acusar a mi nación, sino para defender mi vida. Por esta razón os he llamado, para que sepáis que es por la esperanza de Israel que llevo estas cadenas.
Los líderes judíos lo escucharon con atención y respondieron:
—Nosotros no hemos recibido cartas de Judea acerca de ti, ni ninguno de los hermanos ha venido con malos informes. Pero queremos oír de ti lo que piensas, porque sabemos que en todas partes se habla contra esta secta.
Así que fijaron un día para reunirse con él en mayor número. Desde la mañana hasta el atardecer, Pablo les expuso el reino de Dios, testificando acerca de Jesús, tanto por la ley de Moisés como por los profetas. Algunos creyeron, pero otros persistieron en su incredulidad.
Al despedirse, Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, les dijo con solemnidad:
—Bien habló el Espíritu Santo a vuestros padres por medio del profeta Isaías, diciendo: *»Ve a este pueblo y diles: De oído oiréis, y no entenderéis; y viendo miraréis, y no percibiréis. Porque el corazón de este pueblo se ha engrosado, y con los oídos oyen pesadamente, y han cerrado sus ojos; para que no vean con los ojos, y oigan con los oídos, y entiendan con el corazón, y se conviertan, y yo los sane.»*
Luego, mirándolos con tristeza pero con determinación, añadió:
—Sabed, pues, que a los gentiles es enviada esta salvación de Dios; ellos sí oirán.
Y así fue. Durante los dos años siguientes, Pablo vivió en aquella casa alquilada, predicando el evangelio a todos los que lo visitaban: judíos, romanos, griegos, esclavos y hombres libres. Con valentía y sin impedimento alguno, enseñaba acerca del Señor Jesucristo, confirmando con poder las palabras del reino.
Aunque las cadenas sujetaban sus muñecas, nada podía atar la Palabra de Dios. Y así, en medio de la capital del imperio más poderoso de la tierra, el mensaje de la cruz se extendía sin cesar, transformando corazones y preparando el camino para que el nombre de Jesús fuera conocido hasta lo último de la tierra.