**El Sueño del Rey Nabucodonosor y su Humillación**
En los días del poderoso rey Nabucodonosor, soberano de Babilonia, cuyo dominio se extendía sobre naciones y pueblos, ocurrió un suceso extraordinario que reveló la grandeza del Dios del cielo. El rey, acostumbrado a la opulencia y el poder, vivía en un palacio de mármol y oro, rodeado de jardines colgantes que maravillaban a todos los que los contemplaban. Sus ejércitos eran invencibles, y su palabra, ley. Sin embargo, el Altísimo tenía un mensaje para él, un mensaje que quebrantaría su orgullo y lo llevaría a reconocer la soberanía divina.
Una noche, mientras el rey descansaba en su lecho de púrpura, tuvo un sueño que lo perturbó profundamente. En su visión, vio un árbol gigantesco, tan alto que su copa alcanzaba los cielos y su follaje se extendía hasta los confines de la tierra. Las bestias del campo se refugiaban bajo su sombra, y las aves del cielo anidaban en sus ramas. Era un árbol majestuoso, lleno de frutos, símbolo de grandeza y prosperidad. Pero de pronto, un vigilante, un santo que descendía del cielo, gritó con voz potente:
—¡Derriben el árbol, córtenle las ramas, quítenle el follaje y dispersen sus frutos! Que las bestias huyan de su sombra y las aves de sus ramas. Pero dejen el tronco y sus raíces en la tierra, sujeto con cadenas de hierro y bronce, hasta que pasen sobre él siete tiempos.
El sueño continuaba con una transformación espantosa: el corazón del árbol dejaba de ser humano y se volvía como el de una bestia. El rey vio cómo aquel que alguna vez fue poderoso sería humillado, viviendo entre los animales del campo, comiendo hierba como los bueyes, y su cuerpo empapado por el rocío del cielo.
Al despertar, Nabucodonosor se sintió agitado. Su espíritu estaba turbado, y el sueño no le daba reposo. Mandó llamar a todos los sabios de Babilonia—magos, astrólogos, adivinos—para que le interpretaran el sueño. Pero ninguno pudo revelarle su significado. Finalmente, recordó a Daniel, aquel siervo del Dios Altísimo, a quien llamaban Beltsasar por orden del rey.
Daniel fue llevado ante la presencia real, y el monarca le relató su sueño con voz temblorosa. Al escucharlo, Daniel palideció y quedó en silencio por un momento, turbado por la revelación.
—Mi señor —dijo finalmente—, ojalá este sueño fuera para tus enemigos y su interpretación para tus adversarios.
El rey insistió, y Daniel, con humildad pero con firmeza, continuó:
—El árbol que viste, grande y fuerte, cuya copa tocaba el cielo y que era visible desde toda la tierra, eres tú, oh rey. Has crecido en poder, y tu grandeza ha alcanzado los cielos, y tu dominio se extiende hasta los confines de la tierra. Pero el vigilante que descendió del cielo ha decretado que serás derribado. Vivirás apartado de los hombres, morarás con las bestias del campo, comerás hierba como los bueyes y serás empapado por el rocío del cielo. Siete tiempos pasarán sobre ti, hasta que reconozcas que el Altísimo gobierna el reino de los hombres y lo da a quien él quiere.
Daniel hizo una pausa y luego, con voz compasiva pero firme, añadió:
—La orden de dejar el tronco y las raíces significa que tu reino te será restaurado cuando reconozcas que el cielo gobierna. Por tanto, oh rey, acepta mi consejo: redime tus pecados con justicia y tus iniquidades con misericordia hacia los oprimidos. Quizá así se prolongue tu prosperidad.
Pasaron doce meses, y el rey, paseando por su palacio, contempló la grandiosa Babilonia, obra de sus manos. Con orgullo exclamó:
—¿No es esta la gran Babilonia que yo he edificado como residencia real con mi poder y para gloria de mi majestad?
Aún estaban las palabras en su boca cuando una voz resonó desde el cielo:
—¡A ti, Nabucodonosor, se te declara: El reino ha sido quitado de ti! Serás echado de entre los hombres y vivirás con las bestias del campo; comerás hierba como los bueyes, y siete tiempos pasarán sobre ti, hasta que reconozcas que el Altísimo tiene dominio sobre el reino de los hombres y lo da a quien él quiere.
En ese mismo instante, la sentencia se cumplió. Nabucodonosor perdió la razón, fue expulsado de entre los hombres y vivió como un animal, comiendo hierba y mojándose con el rocío del cielo. Su pelo creció como plumas de águila, y sus uñas, como garras de ave.
Pero al cabo de los siete tiempos, Nabucodonosor alzó sus ojos al cielo, y su razón le fue devuelta. Entonces bendijo al Altísimo y alabó al Dios eterno, diciendo:
—Bendito sea el nombre de Dios por los siglos de los siglos, porque suyos son el poder y la sabiduría. Él muda los tiempos y las edades, quita reyes y pone reyes, da sabiduría a los sabios y conocimiento a los entendidos. Todo lo que hace es verdadero y justo.
En ese momento, su realeza le fue restaurada, y su esplendor superó incluso al que tenía antes. Desde entonces, Nabucodonosor proclamó a todos los pueblos y naciones la grandeza del Dios de Daniel, reconociendo que no hay otro que pueda hacer como él.
Así, el rey más poderoso de la tierra aprendió que la soberbia precede a la caída, pero la humildad ante el Altísimo trae restauración. Y esta historia quedó escrita para que las generaciones futuras supieran que el Señor reina sobre todos los reinos de la tierra.