Biblia Sagrada

El Rey de Gloria y el Monte Santo: Un Corazón Puro ante Dios (Total: 59 characters)

**El Rey de Gloria y el Monte Santo**

En los días antiguos, cuando la tierra era joven y las montañas aún alzaban sus cabezas hacia el cielo con reverencia, hubo un monte sagrado donde el mismísimo Señor había establecido su morada. Era el Monte Sión, lugar escogido por Dios, donde su presencia habitaba entre nubes de gloria y el aroma de los sacrificios ascendía como perfume agradable a sus narices.

Los hombres y mujeres de antaño sabían que aquel monte no era como los demás. No cualquiera podía subir a él, ni tampoco presentarse ante el Señor con el corazón manchado por la maldad. Por eso, el salmista David, inspirado por el Espíritu Santo, cantaba con profunda convicción:

*»Del Señor es la tierra y todo cuanto hay en ella, el mundo y cuantos lo habitan; pues Él la fundó sobre los mares, la afirmó sobre los ríos.»*

Era verdad. Todo pertenecía al Creador, desde las vastas llanuras hasta los profundos abismos del océano. Pero había una pregunta que resonaba en el corazón de los fieles:

*»¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en su lugar santo?»*

La respuesta no tardaba en llegar, clara como el sonido de las trompetas en el amanecer:

*»El de manos limpias y corazón puro, el que no adora ídolos vanos ni jura con engaño.»*

Solo aquellos cuyas vidas reflejaban la santidad de Dios podían acercarse. No bastaba con ser descendiente de Abraham o llevar el nombre de Israel; el Señor miraba más allá de las apariencias, escudriñando las intenciones más ocultas del alma.

En aquellos tiempos, un hombre llamado Ezequías, piadoso y recto, decidió emprender el viaje hacia Jerusalén para adorar en el templo. Había oído las palabras del salmista y anhelaba con todo su ser estar en la presencia de Dios. Antes de partir, examinó su corazón:

—¿He sido fiel en mis tratos? ¿He amado a mi prójimo como a mí mismo?

Recordó las veces que había perdonado a sus enemigos, las veces que había compartido su pan con el hambriento. No era perfecto, pero su corazón anhelaba la pureza. Así que, tras purificarse según la ley, emprendió el camino.

Mientras ascendía por las colinas que rodeaban Jerusalén, su corazón latía con fuerza. A lo lejos, las murallas de la ciudad brillaban bajo el sol, y el templo se alzaba majestuoso, coronado por el humo de los sacrificios. Al llegar a las puertas, los levitas entonaban el canto sagrado:

*»¡Alzad, oh puertas eternas, vuestros dinteles! ¡Que se alcen las puertas antiguas, para que entre el Rey de la gloria!»*

Ezequías sintió un temblor en su ser. ¿Quién era digno de llamar a aquellas puertas? ¿Quién podía hacer que se abrieran?

Desde dentro, una voz poderosa resonó, como el trueno que retumba en las alturas:

*»¿Quién es ese Rey de la gloria?»*

Y los levitas, con voces unidas, respondieron:

*»¡El Señor, fuerte y poderoso, el Señor, poderoso en batalla!»*

Las puertas se estremecieron, como si reconocieran a su Dueño. Ezequías cayó de rodillas, abrumado por la santidad del momento. Comprendió entonces que no era solo cuestión de rituales o sacrificios: el Rey de Gloria buscaba corazones que lo recibieran.

Finalmente, las puertas se abrieron, no por la fuerza de los hombres, sino por la autoridad del Santo de Israel. Y aunque Ezequías no podía verlo con sus ojos físicos, supo que el Señor entraba en su ciudad, en su templo, y también en su corazón.

Así, el salmo se cumplía una vez más: el verdadero adorador, limpio de manos y puro de corazón, contemplaba la bondad de Dios y recibía bendición y justicia del Dios de su salvación.

Porque el Señor no había abandonado su trono. Seguía reinando, majestuoso, sobre toda la tierra. Y aunque los ejércitos enemigos rugieran a las puertas, aunque las naciones se alzaran con arrogancia, una verdad permanecía inmutable:

*»¡El Señor de los ejércitos, Él es el Rey de la gloria!»*

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