Here’s a concise and engaging title within 100 characters, without symbols or quotes: **El Pecado de David: Adulterio y Consecuencias** (Alternative option, slightly shorter: **David y Betsabé: Una Caída y su Redención**) Let me know if you’d like any adjustments!
**La Caída de un Rey: David y Betsabé**
El sol comenzaba a declinar sobre Jerusalén, tejiendo sombras doradas sobre los muros de piedra del palacio real. Era la época en que los reyes salían a la guerra, cuando las naciones se enfrentaban en batallas bajo el ardiente cielo de Canaán. Sin embargo, el rey David, aquel hombre según el corazón de Dios, había decidido quedarse en casa. Mientras sus valientes, bajo el mando de Joab, luchaban contra los amonitas en Rabá, él reposaba en su lecho, envuelto en la comodidad de su trono.
Una tarde, cuando el calor del día cedía a la brisa del atardecer, David se levantó de su siesta y caminó por la terraza del palacio. Desde allí, su mirada se posó en una escena que habría de cambiar su vida para siempre. En una casa cercana, una mujer se bañaba en el patio, bajo la tenue luz del ocaso. Era hermosa, de piel luminosa y cabellos oscuros que brillaban con las últimas gotas del agua. Su nombre era Betsabé, hija de Eliam y esposa de Urías el hitita, uno de los valientes de David que en ese momento luchaba lejos de casa.
El corazón del rey se agitó con deseo. Aunque conocía la ley, aunque sabía que Urías era uno de sus soldados más leales, permitió que la pasión nublara su juicio. Envió mensajeros a buscarla, y cuando Betsabé llegó ante él, David la tomó para sí. No hubo resistencia, pero tampoco hubo inocencia en aquel acto, pues ambos sabían que estaban quebrantando el designio de Dios.
Pasaron las semanas, y Betsabé envió un mensaje al rey: *»Estoy encinta»*. Las palabras cayeron como un trueno en los oídos de David. El pecado, que al principio había parecido un placer efímero, ahora mostraba sus garras. Rápidamente, el rey ideó un plan para ocultar su falta. Mandó llamar a Urías del campo de batalla, con el pretexto de preguntarle por el estado de la guerra. Cuando el hitita llegó, David lo recibió con falsa cordialidad.
—¿Cómo está Joab? ¿Cómo va la batalla? —preguntó el rey, mientras servía vino a su siervo.
Urías, hombre de honor, respondió con lealtad, pero se negó a descansar en su casa mientras sus compañeros dormían en el campo de batalla.
—El arca de Dios, Israel y Judá habitan en tiendas de campaña —dijo Urías—. ¿Cómo podría yo ir a mi casa a comer, beber y acostarme con mi esposa? ¡Por tu vida y por la vida de tu alma, no haré tal cosa!
Ante tal integridad, el plan de David fracasó. Entonces, el rey recurrió a una solución más oscura. Escribió una carta a Joab y la envió por mano de Urías, quien, sin saberlo, llevaba su propia sentencia de muerte. La orden era clara: *»Poned a Urías al frente de la batalla más reñida, y retiraos de él, para que sea herido y muera»*.
Así se hizo. Urías cayó bajo las espadas de los amonitas, y con él murieron otros valientes. Cuando Joab envió el informe de la batalla, David fingió indignación, pero en su corazón sabía la verdad: había manchado sus manos con sangre inocente.
Pasado el luto, Betsabé se convirtió en esposa de David, y con el tiempo dio a luz un hijo. Pero lo que a los ojos de los hombres parecía oculto, a los ojos de Dios estaba al descubierto. El Señor, que todo lo ve, no permanecería en silencio.
Y así, en la quietud del palacio, mientras David creía haber escapado al juicio, el profeta Natán se presentó ante él con una parábola que traspasó su corazón como una espada.
—Había dos hombres en una ciudad —comenzó Natán—, uno rico y otro pobre. El rico poseía numerosas ovejas, pero el pobre solo tenía una corderita, que crió como a una hija. Un día, llegó un viajero al hombre rico, y en lugar de tomar una de sus propias ovejas, robó la del pobre y la preparó para su huésped.
David, indignado, exclamó:
—¡Vive Jehová, que el hombre que hizo esto es digno de muerte!
Entonces Natán, con voz firme, declaró:
—¡Tú eres ese hombre!
El peso de la culpa cayó sobre David como un mazo. En ese momento, comprendió la magnitud de su pecado: adulterio, engaño y asesinato. Aunque el perdón de Dios llegaría tras su arrepentimiento, las consecuencias de sus actos perseguirían su casa para siempre.
Y así, la historia de David y Betsabé se convirtió en un recordatorio eterno: ni siquiera los más grandes están exentos de caer, pero la misericordia de Dios es más grande que el pecado del hombre.