Biblia Sagrada

El Milagro de los Panes y los Peces en Galilea (99 caracteres)

**El Pan de Vida: Un Milagro en las Orillas del Mar de Galilea**

El sol comenzaba su lento descenso sobre las aguas del Mar de Galilea, tiñendo el cielo de tonos dorados y púrpuras. Jesús, fatigado pero sereno, había subido a una colina cercana a Betsaida para descansar junto a sus discípulos. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que una gran multitud lo seguía. Eran miles—hombres, mujeres y niños—que habían caminado desde pueblos cercanos, atraídos por las historias de sus milagros y sus palabras llenas de gracia.

Entre la gente había enfermos que anhelaban sanidad, curiosos que buscaban señales, y otros que simplemente sentían en sus corazones que este hombre era diferente. Jesús, al verlos, sintió compasión. «Felipe,» preguntó, probando la fe de su discípulo, «¿dónde compraremos pan para que coman estos?»

Felipe, calculando rápidamente, respondió: «Ni doscientos denarios de pan bastarían para que cada uno reciba un poco.» Andrés, escéptico, señaló a un muchacho que llevaba cinco panes de cebada y dos peces pequeños. «Pero, ¿qué es esto para tanta gente?»

Jesús, con calma, ordenó que todos se sentaran sobre la hierba verde. La multitud, expectante, obedeció, formando grupos como un mosaico humano bajo el cielo crepuscular. Entonces, tomando los panes, Jesús alzó los ojos al cielo, dio gracias a su Padre, y comenzó a partir el pan. Sus manos, callosas pero llenas de autoridad, no dejaban de repartir. Los discípulos, asombrados, llevaban canastas que nunca se vaciaban.

Uno a uno, la gente recibió su porción. Los panes se multiplicaban entre los dedos del Maestro, y los peces, asados como por manos invisibles, satisfacían hasta al más hambriento. Un niño, que antes había entregado su escasa comida, miraba con ojos brillantes mientras comía hasta saciarse. Las madres, que habían llevado a sus pequeños con temor de que pasaran hambre, ahora sonreían al verlos llenos.

Al final, Jesús ordenó: «Recojan los pedazos que sobraron, para que nada se pierda.» Y doce canastas fueron llenadas, una por cada tribu de Israel, un símbolo de la provisión divina que nunca se agota.

Pero el milagro no terminó ahí. Esa misma noche, mientras los discípulos remaban en medio de un viento furioso, vieron a Jesús caminando sobre las aguas. Pedro, impulsivo, pidió unirse a Él, pero el miedo lo hizo hundirse. «¡Hombre de poca fe!» le dijo Jesús, tomándolo de la mano. Al subir a la barca, la tormenta cesó, y todos cayeron de rodillas, reconociendo: «Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios.»

Al día siguiente, la multitud lo buscó nuevamente en Capernaúm. Jesús, conociendo sus corazones, les dijo: «Me buscan no porque vieron señales, sino porque comieron hasta saciarse. Trabajen no por el alimento que perece, sino por el que permanece para vida eterna.»

Confundidos, preguntaron: «¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?»

«Esta es la obra de Dios: que crean en el que Él ha enviado,» respondió Jesús.

Entonces, recordando el maná del desierto, exigieron otra señal. Pero Él declaró: «Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre, y el que en mí cree, no tendrá sed jamás.»

Sus palabras eran duras para muchos. «¿Cómo puede este darnos su carne a comer?» murmuraban.

Jesús, sin retroceder, profundizó: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final.»

Muchos de sus seguidores, escandalizados, se apartaron. Pero cuando preguntó a los doce si también se irían, Pedro, con fe renovada, respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.»

Y así, junto al mar y en la sinagoga, Jesús reveló que Él era más que un profeta, más que un sanador. Era el Pan bajado del cielo, el sustento del alma, la esperanza que no defrauda. Y aunque muchos se fueron, los que permanecieron descubrieron que solo en Él hay verdadero alimento.

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