Había un silencio asombroso entre las islas. Las personas allí presentes renovaban sus fuerzas, acercándose y expresándose con valentía. Tenían el juicio necesario para saber que se avecinaba la presencia de Dios.
Desde el este surgió una figura, conocido como un hombre justo ante Dios. Le había sido concedido el dominio sobre naciones y reyes, quienes eran comparables al polvo bajo su espada y la paja soplada por su arco. De alguna manera, avanzó con seguridad por caminos que nunca antes había pisado.
¿Quién más que Jehová podía haber hecho y realizado tal proeza? Desde el principio, Él había convocado a las generaciones. Él, el primero y último, siempre ha estado, siempre está y siempre estará.
Las islas observaban con temor, el fin de la tierra temblaba. Aun así, se acercaban, se ayudaban mutuamente, cada uno animando a su prójimo a ser valiente. El carpintero alentaba al orfebre, y el que suavizaba con el martillo, al que golpeaba el yunque. En medio de esta solidaridad, se encargaban de asegurar que todo fuera firme y no se moviera.
Pero Dios habló a Israel, a Jacob a quien eligió, descendiente de su amigo Abraham, «Tú eres mi servidor, te he elegido y no te he rechazado». Les alentó a no temer ni desanimarse, porque Él sería su fortaleza y su ayuda, sosteniéndoles con su diestra, la mano de su justicia.
Los enemigos de Israel caerían en vergüenza y confusión, desapareciendo hasta el punto de no ser encontrados. Dios los sostendría, diciendo, «No temas; yo te ayudaré.»
Les recordó a quienes eran, no más que un gusano, pero aún así, Dios prometió ayudarles. El Redentor de Israel es el Santo de Israel, transformándoles en un nuevo y afilado instrumento de trilla con dientes. Pasarían por las montañas, reduciéndolas a polvo, y los vientos llevarían sus restos, y se regocijarían en Jehová y se gloriarían en el Santo de Israel.
Los pobres y necesitados buscaron agua donde no la había, su lengua fallaba de sed. Pero Dios prometió responderles, sin abandonarles. Prometió abrir ríos en las cimas y fuentes en los valles, y convertir el desierto en un estanque y la tierra seca en manantiales de agua. Prometió plantar cedros, acacias, mirtos y árboles de aceite en el desierto, y pinos y cipreses juntos.
Todo esto para que vean, sepan, reconozcan y comprendan que la mano de Jehová lo ha hecho y el Santo de Israel lo ha creado.
Al final, la historia nos muestra la inmensa fe y la dependencia de las personas en su deidad, así como la promesa constante de Dios de proporcionar y proteger a sus fieles siervos, incluso en medio de la adversidad. La promesa de un futuro glorioso y bendito donde no habrá necesidad ni escasez resuena claramente. Con esta promesa, las personas podían tener esperanza y confiar en su Dios para obtener completa victoria y redención.