Biblia Sagrada

El Pueblo Descontento y la Provisión de Dios en el Desierto (96 characters)

**El Descontento en el Campamento y la Provisión de Dios**

El sol abrasador del desierto de Sinaí caía sobre el vasto campamento de Israel, formado por miles de tiendas que se extendían hasta donde la vista alcanzaba. Las columnas de humo de los sacrificios ascendían al cielo, mezclándose con el polvo levantado por el constante movimiento del pueblo. Habían dejado atrás el monte Sinaí, donde Dios les había entregado Su santa Ley, y ahora avanzaban hacia la tierra prometida bajo la guía de la columna de nube de día y de fuego de noche.

Pero el corazón del pueblo no estaba en paz.

Entre las tiendas, murmullos de descontento comenzaron a surgir. Al principio eran susurros, pero pronto se convirtieron en quejas abiertas. «¿Quién nos dará carne para comer?» se lamentaban algunos, recordando con nostalgia los pescados, los pepinos, los melones y las cebollas de Egipto. «¡Nuestra vida se consume ante estos ojos! ¡No hay más que este maná!»

El maná, aquel pan celestial que Dios les enviaba cada mañana, blanco como semilla de cilantro y dulce como miel, ya no les parecía suficiente. Lo molían, lo cocían, lo preparaban de mil maneras, pero su corazón ingrato lo despreciaba.

Moisés, el siervo de Dios, escuchó estas quejas y sintió un peso abrumador sobre sus hombros. No solo era el clamor del pueblo, sino también la carga de liderarlos, de ser el intermediario entre ellos y el Señor. Con el rostro cansado y el espíritu afligido, se dirigió al tabernáculo y, postrándose ante el Señor, clamó:

—¿Por qué has hecho mal a tu siervo? ¿Por qué no he hallado gracia ante tus ojos, que has puesto sobre mí la carga de todo este pueblo? ¿Acaso yo concebí a este pueblo? ¿Lo engendré yo, para que me digas: ‘Llévalo en tu seno, como lleva la nodriza al niño de pecho’? ¡No puedo solo con este pueblo, porque es demasiado pesado para mí! Si así vas a tratarme, ¡mátame, te ruego, si he hallado gracia ante tus ojos, y que no vea más mi calamidad!

El Señor escuchó la angustia de Moisés y no lo reprendió. En Su misericordia, respondió:

—Reúneme setenta varones de los ancianos de Israel, de los que tú sabes que son ancianos del pueblo y sus principales. Los llevarás al tabernáculo de reunión, y allí descenderé y hablaré contigo; tomaré del Espíritu que está en ti y lo pondré en ellos, para que lleven contigo la carga del pueblo y no la lleves tú solo.

Y en cuanto a la queja del pueblo por la carne, Dios dijo con firmeza:

—Santifícate para mañana, porque comeréis carne. No comeréis un día, ni dos, ni cinco, ni diez, ni veinte días, sino un mes entero, hasta que os salga por las narices y os sea fastidiosa; por cuanto habéis desechado al Señor, que está en medio de vosotros, y habéis llorado delante de Él, diciendo: ‘¿Para qué salimos de Egipto?’

Moisés, aunque confiaba en el poder de Dios, no podía evitar preguntarse cómo sería posible alimentar a tantos en medio del desierto.

—Seiscientos mil hombres de a pie hay en este pueblo, y tú dices: ‘Les daré carne, y comerán un mes entero’. ¿Se degollarán para ellos ovejas y bueyes que les basten? ¿O se juntarán para ellos todos los peces del mar?

El Señor respondió con una pregunta que resonó como un eco de Su soberanía:

—¿Acaso se ha acortado la mano del Señor? Ahora verás si se cumple mi palabra o no.

Al día siguiente, Moisés reunió a los setenta ancianos alrededor del tabernáculo. Entonces, el Espíritu de Dios descendió sobre ellos, y comenzaron a profetizar, confirmando así que el Señor los había escogido para compartir la carga del liderazgo.

Pero aún faltaba el cumplimiento de la promesa de la carne.

De repente, un viento recio sopló desde el mar, trayendo consigo una nube oscura que se posó sobre el campamento. No era una tormenta, sino una bandada innumerable de codornices que cubrieron el campamento por todos lados, hasta una altura de dos codos sobre la tierra. El pueblo, asombrado, salió corriendo a recogerlas. Durante todo ese día, toda la noche y todo el día siguiente, las recogieron en tal abundancia que el más débil logró juntar diez montones.

Risas de alegría se escucharon mientras asaban la carne, olvidando por un momento su rebelión. Pero el juicio de Dios no se haría esperar.

Aún tenían la carne entre los dientes, sin haberla masticado bien, cuando la ira del Señor se encendió contra el pueblo. Una plaga terrible cayó sobre ellos, y muchos murieron en ese lugar. Por eso lo llamaron *Quibrot-hataavá* (Sepulcros de la Concupiscencia), porque allí enterraron a los que se dejaron llevar por sus deseos desenfrenados.

El pueblo aprendió, una vez más, que el Señor provee, pero también demanda santidad. Quejarse contra Su bondad no es un pecado pequeño, y el corazón que anhela más los placeres de Egipto que la presencia de Dios, tarde o temprano, cosechará amargura.

Moisés, ahora con setenta hombres sabios a su lado, continuó guiando al pueblo, recordándoles que no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.

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