Biblia Sagrada

La Vanidad de los Placeres en Eclesiastés 2 (99 caracteres)

**El Vanidad de los Placeres y el Trabajo: Una Reflexión desde Eclesiastés 2**

El rey Salomón, el más sabio de todos los hombres, se sentó en su trono en Jerusalén, rodeado de esplendor y riquezas. El sol dorado de la tarde se filtraba a través de las ventanas del palacio, iluminando los mosaicos de oro y las columnas de cedro. Pero a pesar de toda su gloria, su corazón estaba inquieto. Había dedicado su vida a explorar el significado de la existencia, y ahora, con una voz grave y reflexiva, comenzó a relatar sus pensamientos.

«Decidí en mi corazón probar el placer y disfrutar de lo bueno», murmuró Salomón, recordando sus días de búsqueda. «Pero pronto descubrí que esto también era vanidad».

Con la riqueza ilimitada a su disposición, el rey se entregó a toda clase de deleites. Construyó palacios majestuosos, con jardines exuberantes donde los árboles frutales y las flores exóticas perfumaban el aire. Estanques de agua cristalina reflejaban el cielo, y viñedos se extendían hasta donde la vista alcanzaba. Adquirió esclavos y siervos, rebaños y manadas más numerosos que cualquiera antes que él en Jerusalén.

«También acumulé plata y oro, tesoros de reyes y provincias enteras», continuó Salomón, mientras sus ojos, llenos de experiencia, miraban más allá de las riquezas materiales. «Me procuré cantores y cantoras, y toda clase de instrumentos musicales, para deleitarme en los sonidos más exquisitos».

Nada se le negó. Banquetes suntuosos llenaban sus salones, donde los mejores vinos fluían y la risa de los invitados resonaba. Las mujeres más hermosas estaban a su disposición, y el placer lo acompañaba día y noche. Pero cuanto más se entregaba a estos goces, más vacío se sentía.

«Miré todas las obras que habían hecho mis manos y el trabajo que tanto me había costado realizar», reflexionó el rey, «y he aquí que todo era vanidad y correr tras el viento. No había provecho alguno bajo el sol».

Entonces, Salomón volvió su atención a la sabiduría. Comparó la vida del sabio con la del necio, y aunque reconoció que la sabiduría era superior a la locura como la luz a las tinieblas, se dio cuenta de que ambos compartían el mismo destino final.

«Como muere el necio, así muere el sabio», dijo con tristeza. «Y aunque yo era más grande y sabio que todos los que me precedieron en Jerusalén, comprendí que también a mí me alcanzaría la muerte. ¿De qué sirve, entonces, tanto esfuerzo?»

El rey se sumió en una profunda melancolía. Había odiado la vida, porque las obras que se hacen bajo el sol le parecieron tediosas, pues todo era vanidad y aflicción de espíritu. Incluso su legado, todo lo que había construido con tanto esmero, quedaría en manos de otro, quizás de un insensato que lo desperdiciaría.

«¿Qué tiene el hombre de todo su trabajo y de la fatiga de su corazón con que se afana bajo el sol?», se preguntó Salomón. «Todos sus días son dolor, y sus ocupaciones, pesadumbre; ni siquiera de noche descansa su corazón. Esto también es vanidad».

Pero en medio de su desesperanza, una verdad se abrió paso en su corazón como un rayo de luz entre las nubes. «No hay nada mejor para el hombre que comer y beber, y disfrutar del bienestar en su trabajo». Reconoció que esto era un don de Dios, pues sin Su gracia, ¿quién podría gozar verdaderamente de la vida?

«Aquel que agrada a Dios, Él le da sabiduría, conocimiento y gozo», concluyó Salomón. «Pero al pecador, le da la tarea de acumular riquezas para dárselas al que agrada a Dios. También esto es vanidad y correr tras el viento».

Y así, el rey más sabio de la tierra llegó a entender que la verdadera satisfacción no estaba en las posesiones ni en los placeres, sino en vivir cada día con gratitud, reconociendo que todo buen regalo viene de lo alto. Porque al final, solo en Dios hay propósito eterno.

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