**La Sabiduría Llama en las Calles**
En los días en que el reino de Salomón florecía como un cedro junto a las aguas, la sabiduría no era un tesoro escondido, sino una voz que resonaba en cada rincón de Jerusalén. Las palabras del rey, inspiradas por el Espíritu del Señor, se extendían como un río de vida para quienes tenían oídos para escuchar. Entre aquellas enseñanzas, una proclamación urgente surgía del primer capítulo de los Proverbios, donde la Sabiduría misma se alzaba como una profetisa en medio del bullicio de la ciudad.
**El Llamado de la Sabiduría**
Era el amanecer en Jerusalén. El sol apenas doraba las cumbres de los montes de Judá cuando las puertas de la ciudad se abrían para recibir a mercaderes, campesinos y viajeros. Entre el clamor de los vendedores y el trajín de los carruajes, una voz distinta se elevaba por encima del ruido. No era áspera ni imponente, sino clara como el agua de Siloé y firme como los cimientos del templo.
—¡Escuchen, pueblos! ¡Inclinen sus oídos, habitantes de la tierra! —proclamaba la Sabiduría, de pie en la plaza principal, donde los ancianos se reunían para juzgar y los jóvenes se apresuraban a sus quehaceres.
Su vestido era como el lino fino de los sacerdotes, tejido con hilos de verdad y justicia. Sus pies, calzados con la preparación del evangelio de paz, no temían pisar los caminos polvorientos donde los necios corrían hacia su propia perdición. Con una mano extendida hacia los simples y la otra señalando el camino de la vida, su mensaje era claro:
—¿Hasta cuándo, oh simples, amarán su ingenuidad? ¿Hasta cuándo los burladores se deleitarán en su burla, y los necios aborrecerán el conocimiento?
Los jóvenes que pasaban cerca, cargados con bolsas de monedas recién ganadas en el mercado, se reían entre dientes. Uno de ellos, de nombre Reuel, torció el rostro con arrogancia.
—¿Para qué escuchar consejos anticuados? —murmuró—. Nuestros padres hablan de obediencia, pero nosotros sabemos cómo prosperar.
La Sabiduría, sin embargo, no se inmutó. Sus ojos, como llamas de discernimiento, veían más allá de sus palabras vanas.
—Si se vuelven ante mi reprensión —continuó—, derramaré mi espíritu sobre ustedes y les haré conocer mis palabras.
Pero Reuel y sus compañeros siguieron su camino, sordos al llamado.
**La Advertencia del Juicio**
Pasaron los días, y la Sabiduría no cesaba de clamar. En las esquinas, junto a las puertas de la ciudad, en los lugares donde los hombres se reunían para conspirar, su voz resonaba como un shofar anunciando peligro.
—Porque llamé y ustedes rehusaron, extendí mi mano y nadie hizo caso —advirtió—, yo también me reiré en su calamidad y me burlaré cuando el terror los alcance.
Algunos, como el anciano Eliab, temblaron ante estas palabras. Recordaban los días en que Israel había sufrido por despreciar la ley de Dios. Pero otros, endurecidos en su orgullo, seguían confiando en su astucia.
Reuel, ahora involucrado en tratos oscuros con mercaderes de Tiro, había aprendido a engañar con pesas falsas y a acumular riquezas con fraude. Sus amigos lo admiraban, pero la Sabiduría veía el abismo que se abría bajo sus pies.
—Cuando el terror venga como tempestad —declaró ella—, y la calamidad los arrastre como un torbellino, entonces me llamarán, pero no responderé.
**El Fruto de la Necedad**
Una noche, mientras Reuel celebraba sus ganancias con vino y cantos, llegaron noticias de que una caravana en la que había invertido había sido saqueada por bandidos. Sus socios, hombres violentos de Gat, lo acusaron de haberlos traicionado. Antes del alba, irrumpieron en su casa con espadas desenvueltas.
En su angustia, Reuel corrió hacia la plaza donde antes había escuchado la voz de la Sabiduría.
—¡Ay de mí! —gritó—. ¡Si tan solo hubiera escuchado!
Pero las calles estaban silenciosas. La Sabiduría no se encontraba allí.
**La Lección Eterna**
Al amanecer, los ancianos encontraron el cuerpo de Reuel junto a las puertas de la ciudad. Sus riquezas habían desaparecido, y su alma había partido sin hallar refugio. Eliab, con lágrimas en los ojos, murmuró las palabras que la Sabiduría había dejado escritas:
—El que me escucha vivirá seguro y estará tranquilo, sin temor al mal.
Y así, el primer proverbio de Salomón se cumplió una vez más: la necedad mata, pero la Sabiduría da vida. Aquel que presta oído al llamado de Dios hallará descanso, pero el que desprecia Sus caminos cosechará el fruto de su propia destrucción.
Desde entonces, en Jerusalén, los padres contaban esta historia a sus hijos, recordándoles que la Sabiduría sigue clamando hoy, mañana y siempre. Porque sus palabras no son meros consejos, sino el camino que lleva a la vida eterna.