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**El Día de la Dedicación: La Oración de Salomón en el Templo**
El sol brillaba sobre Jerusalén con un fulgor dorado, iluminando las blancas piedras del recién construido Templo del Señor. El aire estaba impregnado del aroma del incienso y de los sacrificios que ardían sobre el altar. Multitudes de israelitas, desde los ancianos de las tribus hasta los niños que se asomaban entre las piernas de sus padres, se habían reunido para presenciar un momento histórico: la dedicación del Templo.
El rey Salomón, vestido con ropas reales bordadas en oro y púrpura, se levantó frente al altar de bronce, elevando sus manos hacia los cielos. Su voz, clara y resonante, se alzó en oración mientras toda la congregación guardaba un silencio reverente.
—*»Oh Señor, Dios de Israel, no hay Dios como tú en los cielos ni en la tierra, tú que guardas el pacto y muestras misericordia a tus siervos que caminan delante de ti con todo su corazón.»*
Las palabras de Salomón resonaban en los corazones de los presentes, recordando las promesas que Dios había hecho a su padre David. El rey continuó, describiendo la grandeza del Señor, quien había escogido a Jerusalén como el lugar donde moraría Su nombre.
—*»Pero, ¿es posible que Dios habite verdaderamente con los hombres en la tierra? Si los cielos, los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos esta casa que he edificado!»*
Salomón se arrodilló sobre una plataforma de bronce, extendiendo sus manos hacia el Santísimo, donde el Arca del Pacto descansaba bajo las alas de los querubines. Su oración se convirtió en un clamor lleno de humildad y súplica.
—*»Escucha, oh Dios, las oraciones de tu siervo y de tu pueblo Israel cuando oren hacia este lugar. Escucha desde los cielos, tu morada, y cuando escuches, perdona.»*
Uno a uno, Salomón presentó situaciones en las que el pueblo, en su fragilidad, clamaría a Dios desde el Templo: en tiempos de sequía, cuando el cielo se cerrara como bronce; en tiempos de guerra, cuando el enemigo los asediara; en tiempos de pestilencia, cuando la enfermedad afligiera la tierra.
—*»Si tu pueblo peca contra ti—porque no hay hombre que no peque—y se arrepiente, escucha desde los cielos y perdona. Que todo aquel que venga a este lugar con un corazón contrito encuentre misericordia ante tus ojos.»*
El rey incluso mencionó a los extranjeros que, habiendo oído de la grandeza de Dios, vinieran desde tierras lejanas para orar en el Templo.
—*»Escucha desde los cielos y haz conforme a todo lo que el extranjero te pida, para que todos los pueblos de la tierra conozcan tu nombre y te teman, como lo hace tu pueblo Israel.»*
Finalmente, Salomón recordó las promesas hechas a su padre David y pidió que Dios mantuviera Su fidelidad para siempre.
—*»Oh Señor, que tus ojos estén abiertos día y noche sobre esta casa, el lugar del que has dicho que pondrías allí tu nombre. Escucha la oración de tu siervo y de tu pueblo Israel cuando oren en este lugar.»*
Al terminar su oración, Salomón se levantó y, con voz potente, bendijo a la congregación.
—*»Bendito sea el Señor, que ha dado descanso a su pueblo Israel, conforme a todo lo que prometió. ¡Que Él esté con nosotros como estuvo con nuestros padres, que no nos desampare ni nos abandone!»*
En ese momento, una columna de fuego descendió del cielo, consumiendo los sacrificios sobre el altar, y la gloria del Señor llenó el Templo con tal intensidad que los sacerdotes no pudieron permanecer en pie. Todo Israel cayó rostro en tierra, adorando y alabando al Dios que había mostrado Su favor una vez más.
Y así, en medio de asombro y reverencia, el Templo fue dedicado como morada del Nombre del Señor, un lugar donde Su pueblo podría buscarle y encontrar perdón, consuelo y esperanza por todas las generaciones venideras.