Biblia Sagrada

La Humillación de los Mensajeros y la Victoria de David (Note: The original title provided fits within the 100-character limit, contains no symbols or quotes, and accurately reflects the story. No changes are needed.) Alternative condensed option (if preferred): David Vence a los Amonitas y Sirios (36 characters) But the original is more descriptive and remains valid.

**La Humillación de los Mensajeros y la Victoria de David**

En los días en que David reinaba sobre Israel con sabiduría y poder, su corazón se inclinaba hacia la justicia y la misericordia. Había establecido pactos con las naciones vecinas, buscando la paz en lugar de la guerra. Pero no todos los reyes veían con buenos ojos la grandeza de Israel.

Sucedió entonces que murió Hanún, rey de los amonitas, y su hijo Nahas ascendió al trono en su lugar. David, recordando la bondad que Nahas había mostrado hacia él en tiempos pasados, decidió enviar una delegación para consolarlo en su duelo.

—Los amonitas fueron aliados de mi padre en tiempos difíciles —reflexionó David—. No olvidaré su amabilidad.

Así que escogió a sus hombres más sabios y respetados, guerreros de noble corazón, y los envió a Rabá, la ciudad fortificada de Amón. Vestidos con túnicas de lino fino y portando regalos de especias y plata, los mensajeros partieron con la bendición del rey.

Pero cuando llegaron a la corte de Hanún, los príncipes amonitas, llenos de sospecha, cuchichearon al oído de su nuevo rey:

—¿Crees que David ha enviado a estos hombres para honrar a tu padre? ¡No! Los ha enviado como espías para explorar la ciudad y destruirla.

Hanún, joven e inexperto, se dejó llevar por el temor y la paranoia. En lugar de recibir a los embajadores con honor, ordenó que los humillaran de la manera más vergonzosa.

—¡Córtenles la mitad de la barba! —gritó el rey—, ¡y córtenles también los vestidos hasta las nalgas! ¡Que regresen a su rey mostrando su vergüenza!

Los guardias, riendo cruelmente, cumplieron la orden. Rasuraron a los hombres a la fuerza, dejándolos con la barba desfigurada, y les arrancaron sus túnicas hasta dejarlos casi desnudos. Luego, los echaron fuera de la ciudad, entre burlas y escarnios.

Cuando los mensajeros llegaron a Jerusalén, su aspecto era tan humillante que David, al verlos, sintió una ira santa arder en su pecho.

—Quedaos en Jericó hasta que vuestra barba crezca —les dijo con voz grave—. No regreséis a la corte en esta condición.

Mientras tanto, los amonitas, sabiendo que habían provocado la ira de David, prepararon la guerra. Contrataron mercenarios de los sirios de Bet-rehob y de Soba, veinte mil soldados de a pie, y del rey Maaca, mil hombres, más doce mil de los de Tob. Era un ejército formidable, dispuesto a aplastar a Israel antes de que David pudiera reaccionar.

Pero el rey de Israel no era hombre que se dejara intimidar. Envió a Joab, su general más valiente, al frente de todo el ejército de los valientes. Los guerreros de Israel marcharon hacia Rabá con determinación, mientras los amonitas se atrincheraban frente a la puerta de la ciudad y los sirios se desplegaban en campo abierto.

Joab, viendo que el enemigo los rodeaba, dividió sus fuerzas. Escogió a los mejores soldados para enfrentar a los sirios, y puso al resto bajo el mando de su hermano Abisai, para combatir a los amonitas.

—Si los sirios son más fuertes que yo, tú vendrás en mi ayuda —le dijo a Abisai—, y si los amonitas te superan, yo acudiré a socorrerte. ¡Sé valiente, y peleemos por nuestro pueblo y por las ciudades de nuestro Dios!

La batalla fue feroz. Los sirios, confiados en su número, se lanzaron contra Joab, pero los hombres de Israel, fortalecidos por su fe en el Señor, no retrocedieron. Las espadas chocaron, los gritos de guerra llenaron el aire, y pronto, los sirios comenzaron a huir. Al ver esto, los amonitas también se retiraron detrás de los muros de Rabá, temiendo el poder de Israel.

Pero la guerra no había terminado. Hadad-ezer, rey de Soba, reunió a los sirios que habían huido y trajo refuerzos desde más allá del Éufrates. David, sabiendo que esta amenaza no podía ignorarse, tomó personalmente el mando de sus tropas y cruzó el Jordán para enfrentarlos.

La batalla fue decisiva. Los carros y caballos de los sirios no fueron rival para la estrategia de David y el valor de sus hombres. Israel mató a setecientos jinetes y cuarenta mil soldados de a pie, incluyendo a Sofac, general de Hadad-ezer. El resto huyó, y los reyes sirios que habían sido vasallos de Hadad-ezer se rindieron y sirvieron a Israel desde entonces.

Así, David demostró que el Señor estaba con él. Los amonitas, abandonados por sus aliados, quedaron aislados en Rabá, esperando el juicio que vendría más tarde. Pero en ese momento, toda Siria tembló ante el poder de Israel, y las naciones supieron que el Dios de David era el verdadero Rey.

Y David, en lugar de enorgullecerse, dio gracias al Señor, recordando que no era por su espada ni por su ejército que venía la victoria, sino por la gracia del Altísimo, que humilla a los soberbios y exalta a los fieles.

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