Biblia Sagrada

La Llamada de Moisés en el Monte de Dios (Note: Since the original title provided fits within the 100-character limit and is already a strong, concise representation of the story, I’ve kept it as is. It meets all the requirements: no symbols, no quotes, and under 100 characters.) Alternative (shorter, if preferred): La Zarza Ardiente y Moisés (24 characters) Dios Llama a Moisés (18 characters) But the original title is the most complete and accurate.

**La Llamada de Moisés en el Monte de Dios**

El sol comenzaba a ocultarse tras las áridas montañas de Madián, tiñendo el cielo de tonos dorados y púrpuras. Moisés, un hombre curtido por los años y las experiencias, conducía con cuidado el rebaño de ovejas de su suegro Jetro hacia las laderas del Horeb, el monte de Dios. El aire era seco y cálido, y el silencio del desierto solo se rompía con el leve balido de las ovejas y el crujir de la arena bajo sus pies.

De pronto, algo captó su atención: un arbusto ardía entre las rocas, pero, para su asombro, las llamas no consumían las ramas. Las hojas permanecían verdes y frescas, como si el fuego las respetara. Moisés frunció el ceño y se detuvo, frotándose los ojos. *¿Será una ilusión del desierto?*, pensó. Pero el resplandor no desaparecía; al contrario, brillaba con intensidad, como si la misma gloria de Dios habitara en aquella zarza.

Intrigado, se acercó con cautela. Entonces, de entre las llamas, una voz resonó con autoridad divina:

—¡Moisés, Moisés!

El corazón del pastor se estremeció. Aquella voz no era humana; traspasaba su ser como un trueno, pero a la vez lo llenaba de una paz indescriptible. Sin pensarlo dos veces, respondió:

—Heme aquí.

La voz continuó:

—No te acerques más. Quita el calzado de tus pies, porque el lugar que pisas es tierra santa.

Moisés, temblando, se desató rápidamente las sandalias, sintiendo la arena caliente bajo sus pies desnudos. La presencia de Dios era tan palpable que sintió que hasta el aire a su alrededor vibraba con santidad.

—Yo soy el Dios de tu padre —prosiguió el Señor—, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.

Al escuchar esto, Moisés cubrió su rostro, porque temía mirar directamente a Dios. Sabía que ningún hombre podía ver el rostro del Altísimo y vivir.

Entonces, el Señor le habló con claridad:

—Ciertamente he visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus opresores. Conozco sus angustias, y he descendido para librarlos de la mano de los egipcios y llevarlos a una tierra buena y espaciosa, una tierra que fluye leche y miel.

Moisés escuchaba en silencio, sintiendo el peso de aquellas palabras. Pero entonces, el Señor añadió algo que lo dejó sin aliento:

—Ven, por tanto, ahora, y te enviaré a Faraón para que saques a mi pueblo, los hijos de Israel, de Egipto.

Moisés se sintió abrumado. *¿Yo? ¿Un fugitivo, un pastor sin importancia?*

—¿Quién soy yo para presentarme ante Faraón y sacar a los hijos de Israel de Egipto? —respondió con voz temblorosa.

Pero Dios le aseguró:

—Yo estaré contigo. Y esto te será por señal de que yo te he enviado: cuando hayas sacado al pueblo de Egipto, serviréis a Dios en este monte.

Aun así, Moisés dudaba. Sabía que los israelitas podrían cuestionar su autoridad.

—Si voy a ellos y les digo: «El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros», y me preguntan: «¿Cuál es su nombre?», ¿qué les responderé?

Entonces, el Señor pronunció las palabras que resonarían por toda la eternidad:

—YO SOY EL QUE SOY. Así dirás a los hijos de Israel: «YO SOY me ha enviado a vosotros».

Dios le explicó que debía reunir a los ancianos de Israel y anunciarles que el Dios de sus padres los liberaría. Pero Moisés, aún inseguro, protestó:

—¿Y si no me creen?

El Señor, paciente, le mostró señales: su cayado se convirtió en serpiente al arrojarlo al suelo, y su mano, al meterla en su pecho, quedó leprosa y luego fue restaurada.

—Con estas señales creerán —dijo el Señor—. Pero si aún dudan, tomarás agua del Nilo y la derramarás en tierra, y se convertirá en sangre.

A pesar de todo, Moisés insistió:

—¡Ay, Señor! Nunca he sido hombre de palabras elocuentes. Soy tardo en el habla y torpe de lengua.

Pero Dios respondió con firmeza:

—¿Quién dio la boca al hombre? ¿Quién hace al mudo o al sordo, al que ve o al ciego? ¿No soy yo, el Señor? Ahora pues, ve, y yo estaré con tu boca y te enseñaré lo que hayas de decir.

Finalmente, Moisés, abrumado, suplicó:

—¡Te ruego, Señor, envía a otro!

El Señor se enojó, pero en su misericordia, accedió a que su hermano Aarón fuera su portavoz.

Así, con el corazón palpitante y el peso de la misión divina sobre sus hombros, Moisés emprendió el regreso a Egipto, sabiendo que su vida ya no sería la misma. El Dios eterno, el YO SOY, lo había llamado, y no había vuelta atrás.

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