Biblia Sagrada

El Discurso de Jesús en el Monte de los Olivos (99 caracteres)

**El Discurso del Monte de los Olivos**

El sol comenzaba a descender sobre Jerusalén, tiñendo el cielo de tonos dorados y púrpuras mientras Jesús y sus discípulos salían del templo. La majestuosidad de aquel lugar, con sus piedras colosales y sus adornos relucientes, dejaba a cualquiera sin aliento. Uno de los discípulos, mirando hacia atrás, exclamó:

—Maestro, ¡mira qué piedras tan grandes, qué edificios tan imponentes!

Jesús, sin embargo, no compartía su asombro. Con una mirada solemne, respondió:

—¿Ves estos grandes edificios? No quedará piedra sobre piedra que no sea derribada.

Sus palabras cayeron como un trueno en el corazón de los discípulos. Más tarde, mientras descansaban en el Monte de los Olivos, frente a la vista panorámica del templo, Pedro, Santiago, Juan y Andrés se acercaron a Jesús en privado.

—Dinos, Maestro —rogó Pedro—, ¿cuándo sucederán estas cosas? ¿Y qué señal habrá de que todo esto está por cumplirse?

Jesús, sentado bajo un viejo olivo, comenzó a hablar con voz grave pero serena.

—Tengan cuidado de que nadie los engañe —advirtió—. Porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: “Yo soy el Cristo”, y engañarán a muchos.

El viento susurraba entre las ramas mientras sus palabras resonaban en el aire.

—Cuando oigan de guerras y rumores de guerras, no se alarmen. Es necesario que esto suceda, pero todavía no será el fin. Se levantará nación contra nación, y reino contra reino; habrá terremotos en diversos lugares, y hambres. Pero esto solo será el principio de los dolores.

Los discípulos intercambiaron miradas preocupadas. Jesús continuó, describiendo un tiempo de gran tribulación.

—Pero ustedes, cuídense —dijo, fijando su mirada en cada uno de ellos—. Los entregarán a los tribunales y serán azotados en las sinagogas. Comparecerán ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio ante ellos. Pero antes debe predicarse el evangelio a todas las naciones.

El peso de sus palabras era abrumador, pero Jesús no terminaba ahí.

—Cuando vean la abominación desoladora de la que habló el profeta Daniel, instalada donde no debe estar (el que lea, que entienda), entonces los que estén en Judea huyan a los montes. El que esté en la azotea no baje a buscar sus pertenencias, y el que esté en el campo no regrese por su manto. ¡Cuán terrible será en aquellos días para las mujeres embarazadas y las que críen niños! Oren para que esto no suceda en invierno.

El cielo se oscurecía, y las primeras estrellas comenzaban a aparecer. Jesús levantó la vista hacia el firmamento antes de continuar.

—Porque en aquellos días habrá una tribulación como no la ha habido desde el principio de la creación hasta ahora, ni la habrá jamás. Y si el Señor no acortara esos días, nadie se salvaría. Pero por causa de los escogidos, que él eligió, acortará esos días.

Luego, su tono se volvió aún más solemne.

—Entonces, si alguien les dice: “Miren, aquí está el Cristo”, o “Miren, allí está”, no lo crean. Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas que harán señales y prodigios para engañar, de ser posible, aun a los escogidos. ¡Pero ustedes estén alerta! Les he dicho todo de antemano.

El silencio se extendió entre ellos. Finalmente, Jesús compartió una parábola para ilustrar su enseñanza.

—Aprendan la lección de la higuera: Cuando sus ramas se ponen tiernas y brotan hojas, saben que el verano está cerca. Así también, cuando vean que suceden estas cosas, sepan que el tiempo está cerca, a las puertas. Les aseguro que no pasará esta generación hasta que todas estas cosas sucedan. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.

Con el rostro iluminado por la última luz del atardecer, Jesús concluyó con una advertencia final.

—Pero en cuanto al día y la hora, nadie lo sabe, ni siquiera los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre. ¡Estén alerta! ¡Vigilen! Porque no saben cuándo llegará el momento.

Los discípulos permanecieron en silencio, meditando en cada palabra. Jesús los miró con compasión y añadió:

—Es como un hombre que se va de viaje y deja su casa al cuidado de sus siervos, asignando a cada uno su tarea, y ordena al portero que vigile. Por tanto, velen, porque no saben cuándo volverá el dueño de la casa, si al atardecer, a la medianoche, al canto del gallo o al amanecer. No sea que llegue de repente y los encuentre dormidos. Lo que les digo a ustedes, lo digo a todos: ¡Velad!

Y así, bajo el cielo estrellado de Judea, las palabras de Jesús quedaron grabadas en sus corazones, como una antorcha en la oscuridad, recordándoles que, en medio de la incertidumbre del futuro, la fidelidad y la vigilancia eran su llamado.

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