El Pacto Divino en el Monte Sinaí (Note: 29 characters, well within the 100-character limit, and symbols/asterisks/quotes removed.)
**El Pacto en el Monte Sinaí**
El sol apenas comenzaba a elevarse sobre el vasto desierto cuando Moisés, el siervo fiel de Yahvé, ascendió una vez más las escarpadas laderas del Monte Sinaí. La tierra temblaba bajo sus pies, no por temor, sino por la solemne presencia del Dios de Israel que había descendido sobre la montaña en fuego consumidor. Las nubes, pesadas y oscuras, se arremolinaban en la cima como un manto divino, mientras relámpagos surcaban el cielo y el sonido de trompetas celestiales resonaba con tal fuerza que hacía estremecer hasta al más valiente de los hijos de Israel.
Abajo, al pie del monte, el pueblo observaba con reverencia. Sus rostros reflejaban una mezcla de asombro y temor sagrado. Habían sido testigos de las grandes maravillas de Yahvé: las plagas de Egipto, la apertura del Mar Rojo, el maná que caía cada mañana. Pero ahora, estaban a punto de ser partícipes de algo aún más trascendental: un pacto solemne con el Dios que los había liberado.
Moisés, con paso firme, llevaba consigo las palabras de Yahvé escritas en tablas de piedra. Junto a él, Aarón, sus hijos Nadab y Abiú, y setenta de los ancianos de Israel lo seguían a cierta distancia. Antes de continuar, Moisés se detuvo y reunió al pueblo. Su voz, grave y llena de autoridad, resonó en el silencio que había caído sobre el campamento:
—¡Escuchen las palabras del Señor! Él ha dicho: «Ustedes han visto lo que hice a los egipcios, y cómo los he llevado sobre alas de águila y los he traído a mí. Ahora, pues, si escuchan mi voz y guardan mi pacto, serán mi especial tesoro entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra».
El pueblo, con un corazón unido, respondió al unísono:
—¡Haremos todo lo que Yahvé ha dicho!
Moisés, satisfecho con su respuesta, escribió todas las palabras del Señor en un libro. Al amanecer del día siguiente, levantó un altar al pie del monte y doce columnas de piedra, una por cada tribu de Israel. Jóvenes escogidos de entre los hijos de Israel ofrecieron holocaustos y sacrificaron novillos como ofrendas de paz a Yahvé. Moisés tomó entonces la sangre de los animales y la dividió en dos partes: una la roció sobre el altar, que representaba la presencia de Dios, y la otra la guardó en tazones.
Con solemnidad, tomó el libro del pacto y lo leyó en voz alta ante el pueblo. Una vez más, ellos respondieron:
—¡Haremos y obedeceremos todo lo que Yahvé ha mandado!
Entonces Moisés, con gesto reverente, tomó la sangre restante y la roció sobre el pueblo, diciendo:
—Esta es la sangre del pacto que Yahvé ha hecho con ustedes conforme a todas estas palabras.
En ese momento, una paz sobrenatural descendió sobre el lugar. La sangre, símbolo de vida y purificación, sellaba la alianza entre Dios y su pueblo. No era un pacto basado en méritos humanos, sino en la gracia del que los había llamado para ser su posesión preciosa.
Después de esto, Moisés, Aarón, Nadab, Abiú y los setenta ancianos subieron más alto por la montaña. Y ante sus asombrados ojos, se les concedió una visión inefable: bajo los pies de Dios había como un pavimento de zafiro, tan puro como el mismo cielo. Y aunque no vieron su rostro —pues ningún hombre puede verlo y vivir—, contemplaron la gloria del Dios de Israel. No hubo destrucción, ni juicio, sino una manifestación de gracia. Allí, en la cima del Sinaí, comieron y bebieron en presencia divina, sellando con comunión el pacto que los uniría para siempre a su Creador.
Moisés, sin embargo, recibió el llamado a subir aún más alto. Yahvé lo esperaba en la densa nube para entregarle las tablas de la ley, escritas por su propio dedo. Durante cuarenta días y cuarenta noches, el siervo de Dios permanecería en su presencia, aprendiendo los estatutos y decretos que guiarían a Israel hacia la tierra prometida.
Y así, mientras el pueblo esperaba abajo, el Monte Sinaí ardía con la gloria de Yahvé, recordándoles que el Dios que los había sacado de Egipto era el mismo que caminaría con ellos hacia el futuro. El pacto estaba sellado. La promesa, firme. Y aunque el camino por delante estaría lleno de pruebas, Yahvé jamás los abandonaría.