Biblia Sagrada

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**La Curación del Paralítico y el Perdón de los Pecados**

El sol de la mañana bañaba las calles polvorientas de Capernaúm, iluminando las paredes blancas de las casas y el ir y venir de los habitantes. Jesús, como era costumbre, había regresado a la ciudad después de un tiempo predicando en las aldeas cercanas. La noticia de su llegada se esparció como el viento, y pronto, una multitud se agolpó frente a la casa donde Él se hospedaba.

Era tanta la gente que no cabía ni un alma más en el interior. Los hombres y mujeres se apretujaban en la puerta, ansiosos por escuchar las palabras del Maestro. Entre ellos había fariseos y maestros de la ley, que habían venido desde Jerusalén para observar a aquel predicador del que tanto se hablaba. Jesús, sentado en el centro de la habitación, enseñaba con autoridad, hablando del Reino de Dios y de la misericordia del Padre.

Mientras tanto, en las afueras del pueblo, cuatro hombres cargaban con gran esfuerzo una camilla donde yacía un paralítico. Su rostro reflejaba años de sufrimiento, no solo por su condición física, sino por la carga del rechazo y la culpa que llevaba en su corazón. Sus amigos, decididos a llevarlo ante Jesús, avanzaron con determinación, pero al llegar a la casa, vieron que era imposible entrar.

Uno de ellos, mirando hacia arriba, tuvo una idea audaz. «¡Subamos por el techo!», dijo. Sin pensarlo dos veces, tomaron al enfermo y, con cuidado, treparon por las escaleras exteriores hasta llegar a la azotea. Con sus propias manos, comenzaron a remover las ramas y el barro que formaban el techo de la casa. El polvo caía sobre los presentes abajo, y algunos, sorprendidos, levantaron la mirada justo cuando una pequeña abertura se ensanchaba.

Jesús, al ver la fe de aquellos hombres, sonrió. Con movimientos cuidadosos, bajaron al paralítico en su camilla, dejándolo justo frente al Maestro. Todos guardaron silencio, expectantes. Entonces, Jesús, mirando al enfermo con profunda compasión, dijo:

—*Hijo, tus pecados te son perdonados.*

Un murmullo recorrió la habitación. Los fariseos y maestros de la ley intercambiaron miradas de indignación. «¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios?», pensaban en sus corazones. Pero Jesús, conociendo sus razonamientos, les preguntó:

—*¿Por qué cavilan así en sus corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: «Tus pecados te son perdonados», o decirle: «Levántate, toma tu camilla y anda»? Pues para que sepan que el Hijo del Hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados…*

Se volvió entonces hacia el paralítico y con voz firme ordenó:

—*A ti te digo: ¡Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa!*

En ese instante, un escalofrío recorrió el cuerpo del hombre. Sus músculos, antes inertes, cobraron vida. Con asombro, sintió cómo la fuerza regresaba a sus piernas. Se incorporó lentamente, y luego, con un movimiento audaz, se puso de pie frente a todos. Tomó su camilla, la misma que lo había cargado por años, y caminó hacia la puerta.

La multitud, atónita, se abrió para dejarlo pasar. Algunos gritaban de alegría, otros se santiguaban, y los fariseos, aunque incrédulos, no podían negar lo que acababan de presenciar.

Mientras el hombre salía al sol de Capernaúm, completamente sano, la gente glorificaba a Dios, diciendo: «¡Nunca hemos visto cosa igual!»

Jesús, con mirada serena, continuó enseñando, sabiendo que este milagro no solo había restaurado el cuerpo de un hombre, sino que también había revelado una verdad eterna: Él tenía el poder no solo de sanar, sino de perdonar, porque verdaderamente era el Hijo de Dios.

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