**El Salmo 129: Un Canto de Liberación**
En los días del rey Ezequías, cuando Judá respiraba aliviada tras la amenaza asiria, había un hombre llamado Ariel, cuyo nombre significaba «León de Dios». Ariel era un cantor del templo, descendiente de los levitas que servían en la casa del Señor. Desde niño, había escuchado las historias de cómo Israel había sufrido bajo el yugo de naciones opresoras, pero también de cómo Dios siempre los había librado.
Una tarde, mientras Ariel meditaba en los salmos, sus ojos cayeron sobre el Salmo 129: *»Mucho me han angustiado desde mi juventud —puede decir Israel—, mucho me han angustiado desde mi juventud, pero no han prevalecido contra mí.»*
El corazón de Ariel se llenó de emoción al recordar las palabras de sus antepasados. Decidió entonces componer un canto basado en este salmo, pero antes, quiso entenderlo en toda su profundidad. Fue a buscar al anciano Obed, un sabio que había sobrevivido a la invasión de Senaquerib y conocía bien los caminos del Señor.
Obed, con voz temblorosa pero llena de autoridad, comenzó a relatar:
—Israel ha sido como un campo arado por el dolor. Desde los días de Egipto, cuando Faraón nos esclavizó, hasta las guerras con los filisteos y las deportaciones de nuestros hermanos del norte, el enemigo ha querido cortar nuestra esperanza. Pero así como el arado abre surcos en la tierra, el sufrimiento ha preparado nuestro corazón para recibir la semilla de la fe.
Ariel escuchaba con atención mientras el anciano continuaba:
—Mira el versículo que sigue: *»Sobre mis espaldas araron los malvados; hicieron largos surcos.»* ¿Recuerdas cómo los babilonios azotaron a nuestros padres? ¿O cómo los sirios profanaron el templo? Pero el salmista no termina ahí. Mira el poder de Dios: *»Pero el Señor, que es justo, ha cortado las coyundas de los impíos.»*
Ariel sintió un escalofrío al comprender. No era solo un lamento, sino una proclamación de victoria.
Esa misma noche, mientras la luna iluminaba los muros de Jerusalén, Ariel tomó su lira y comenzó a cantar. Su voz resonó en los atrios del templo, mezclándose con el murmullo de los sacerdotes que oraban:
*»Desde jóvenes nos oprimieron,
como trigo bajo el mayal.
Surcos de dolor marcaron nuestra historia,
pero el Señor rompió nuestras cadenas.
Los que nos odiaban retrocedieron,
como hierba que se seca en el tejado,
que el segador no recoge en su mano,
ni el que ata gavillas llena su cosecha.»*
Los presentes guardaron silencio. Algunos lloraron al recordar sus propias luchas, pero también sonrieron al reconocer la mano fiel de Dios.
Al día siguiente, el salmo de Ariel se extendió por la ciudad. Los mercaderes lo cantaban en las plazas, las madres lo enseñaban a sus hijos, y hasta los soldados en las murallas lo entonaban como un himno de resistencia.
Y así, el Salmo 129, que había comenzado como un gemido de aflicción, se convirtió en un canto de liberación. Porque Israel sabía que, aunque el arado del sufrimiento hubiera dejado surcos profundos, Dios siempre había sido fiel para romper las ataduras y hacer florecer la justicia.
Y así sería por siempre.