**El Rollo y el Cordero: Una Visión del Trono Celestial**
En los días finales, cuando los cielos se abrieron para revelar los misterios de Dios, el apóstol Juan fue transportado en espíritu ante un trono resplandeciente en el cielo. Allí, en medio de destellos de relámpagos y voces como truenos, contempló una escena que conmovió su corazón hasta las lágrimas.
**El Trono y el Rollo Sellado**
En el centro del cielo, rodeado por una aurora de esmeraldas y zafiros, se alzaba el majestuoso trono de Dios. Veinticuatro ancianos, vestidos de blanco y coronados de oro, se postraban en adoración sin cesar. Delante del trono, los cuatro seres vivientes —semejantes a un león, un becerro, un hombre y un águila— proclamaban sin descanso: *»Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es y el que ha de venir»*.
Entonces, Juan notó en la mano derecha del que estaba sentado en el trono un rollo de pergamino, escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos. Un ángel poderoso clamó con voz estruendosa: *»¿Quién es digno de abrir el rollo y desatar sus sellos?»*
Pero nadie, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de la tierra, podía abrir el rollo ni siquiera mirarlo. Juan, abrumado por la solemnidad del momento, rompió en llanto, pues entendía que aquel rollo contenía los designios finales de Dios para la humanidad, y sin alguien digno de abrirlo, el juicio y la redención quedarían ocultos para siempre.
**El León de Judá, el Cordero Inmolado**
Uno de los ancianos se acercó a Juan y, con voz llena de consuelo, le dijo: *»No llores. Mira, el León de la tribu de Judá, la Raíz de David, ha vencido para abrir el rollo y sus siete sellos»*.
Al instante, Juan alzó la vista esperando ver un león feroz, pero en medio del trono y los seres vivientes, apareció un Cordero. No era un cordero cualquiera: estaba *como inmolado*, con señales de sacrificio, pero de pie, lleno de vida y poder. Tenía siete cuernos, símbolo de autoridad perfecta, y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios enviados por toda la tierra.
El Cordero se acercó y tomó el rollo de la mano del que estaba sentado en el trono. En ese momento, los cielos estallaron en adoración. Los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos cayeron postrados delante del Cordero. Cada uno tenía un arpa y copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones de los santos.
**El Cántico Nuevo**
Y cantaban un cántico nuevo, una melodía que ningún oído humano había escuchado antes:
*»Digno eres de tomar el rollo y de abrir sus sellos, porque fuiste inmolado, y con tu sangre compraste para Dios gente de toda tribu, lengua, pueblo y nación. De ellos hiciste un reino y sacerdotes para nuestro Dios, y reinarán sobre la tierra»*.
La voz de los adoradores se expandió como un océano de alabanza, y pronto millones de ángeles se unieron al coro, rodeando el trono en una espiral de luz y sonido. Sus voces resonaban:
*»Digno es el Cordero, que fue inmolado, de recibir el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza»*.
**La Adoración de Toda la Creación**
Entonces, Juan escuchó algo aún más asombroso: toda criatura en el cielo, en la tierra, debajo de la tierra y en el mar, unían sus voces en un clamor universal:
*»Al que está sentado en el trono y al Cordero, sean la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos»*.
Los cuatro seres vivientes exclamaban *»Amén»*, y los ancianos se postraron una vez más en adoración silenciosa.
**El Misterio Revelado**
El Cordero, con majestad y ternura, comenzó a abrir los sellos del rollo, revelando los juicios y las promesas de Dios. Cada sello desatado traería consigo cabalgaduras de guerra, hambre, martirio y señales cósmicas, pero también la vindicación de los santos y el establecimiento del reino eterno.
Juan comprendió entonces que el Cordero, aunque manso como un sacrificio, era también el León conquistador. Solo Él, por su sangre derramada, tenía el derecho de desvelar los últimos propósitos de Dios. Y aunque los tiempos venideros serían de tribulación, la victoria final pertenecía al Cordero y a su pueblo redimido.
Así, en aquel instante eterno ante el trono, el cielo y la tierra se unieron en una sola verdad: *Cristo, el Cordero inmolado, es el único digno de abrir los sellos del destino humano y llevar la historia hacia su glorioso cumplimiento.*
Y Juan, con el corazón ardiendo, supo que esta visión no era solo para consuelo de los mártires, sino para recordar a todos los creyentes que, al final de los tiempos, el León de Judá reinaría para siempre.