**La Vid Verdadera: Una Historia de Amor y Permanencia**
El sol comenzaba a declinar sobre Jerusalén, tiñendo el cielo de tonos dorados y púrpuras mientras Jesús y sus discípulos caminaban por un sendero rodeado de olivos centenarios. Era una noche tranquila, pero en el aire flotaba un peso solemne, como si cada palabra que saliera de los labios del Maestro fuera un tesoro que debían guardar en lo más profundo de sus corazones.
Jesús se detuvo junto a un viñedo cuyas ramas retorcidas se extendían sobre un enrejado de madera. Las hojas verdes brillaban bajo la luz del atardecer, y aquí y allá, racimos pequeños de uvas comenzaban a formarse, prometiendo una cosecha abundante. Con un gesto sereno, señaló las vides y comenzó a hablar con voz cálida pero firme.
—Yo soy la vid verdadera —dijo, acariciando una de las ramas con sus manos callosas—, y mi Padre es el labrador.
Los discípulos lo escuchaban en silencio, observando cómo sus palabras cobraban vida ante sus ojos. La imagen era clara: Jesús era el tronco vital, la fuente de toda savia que daba vida a las ramas. Sin él, nada podían hacer.
—Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará —continuó Jesús, y su mirada se volvió penetrante—. Pero todo aquel que lleva fruto, lo limpiará para que lleve más fruto todavía.
Pedro, siempre impulsivo, frunció el ceño.
—Señor, ¿cómo podemos asegurarnos de permanecer en ti y dar fruto?
Jesús sonrió suavemente, como si hubiera esperado esa pregunta.
—Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí.
Sus palabras resonaron como un eco en el corazón de los discípulos. No se trataba solo de obedecer, sino de una unión íntima, una dependencia total. Como las ramas que, separadas del tronco, se secaban y eran arrojadas al fuego, ellos también debían aferrarse a él con todo su ser.
Juan, el discípulo amado, sintió un escalofrío al escuchar la advertencia, pero Jesús, percibiendo su inquietud, añadió con ternura:
—Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queráis, y os será hecho. En esto es glorificado mi Padre: en que llevéis mucho fruto y seáis mis discípulos.
El aire se llenó de una paz profunda. No era una promesa de riquezas terrenales, sino de una vida fecunda, arraigada en el amor.
—Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado —continuó Jesús, y su voz se tornó aún más cálida—. Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.
Tomás, siempre reflexivo, murmuró:
—Señor, ¿y cómo es ese amor?
Jesús lo miró con ojos llenos de compasión.
—Nadie tiene mayor amor que este: que uno ponga su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando.
Los discípulos se miraron entre sí, conmovidos. Él los llamaba amigos, no siervos. Les había revelado los secretos del Reino, les había mostrado el corazón del Padre.
—No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros —prosiguió Jesús—, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca; para que todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, él os lo dé.
La noche caía sobre ellos, pero en sus corazones brillaba una luz nueva. Comprendían ahora que no estaban solos, que su vida dependía de permanecer en él, como las ramas en la vid. Y en ese momento, bajo las estrellas que comenzaban a aparecer, sellaron en sus almas una verdad eterna: separados de Cristo, nada eran; unidos a él, todo lo podían.
Así terminó aquella enseñanza, no con un adiós, sino con una invitación: **Permaneced en mí, y yo en vosotros.** Y en el silencio de la noche, cada uno de ellos supo que esa sería la clave de su vida, su fuerza, su esperanza. Porque solo en la Vid Verdadera encontrarían la savia que los haría vivir para siempre.