Biblia Sagrada

La Gloria del Señor Llena el Templo de Salomón

**La Gloria del Señor Llena el Templo**

En los días del rey Salomón, cuando la construcción del magnífico templo del Señor en Jerusalén fue finalmente completada, todo Israel se reunió para una celebración sin precedentes. El templo, erigido con piedras finamente labradas y recubierto de oro puro, brillaba bajo el sol como un faro de la presencia divina. Los muros, tallados con querubines y palmeras, contaban la grandeza del Dios de Israel, y el aroma del cedro recién cortado aún impregnaba el aire sagrado.

Salomón, vestido con ropas reales bordadas con hilos de oro, convocó a los ancianos de Israel, a los jefes de las tribus y a los líderes de las familias para que acompañaran el traslado del arca del pacto desde la Ciudad de David hasta su nuevo y eterno reposo en el Lugar Santísimo. Era un momento que marcaba el cumplimiento de la promesa que Dios le había hecho a su padre David: que su hijo construiría una casa para el nombre del Señor.

Los levitas, consagrados para el servicio sagrado, se prepararon con reverencia. Con cuidado infinito, alzaron el arca sobre sus hombros, usando las varas de madera de acacia recubiertas de oro, tal como Moisés había ordenado siglos atrás en el desierto. Junto al arca, también llevaban la tienda del encuentro y todos los utensilios sagrados que habían acompañado al pueblo en su peregrinaje.

Mientras la procesión avanzaba, una multitud incontable de israelitas se congregó en las calles de Jerusalén. Sacerdotes y levitas, vestidos de lino blanco, entonaban cánticos acompañados de címbalos, arpas y liras. El sonido de las trompetas, tocadas por los sacerdotes, resonaba como un llamado celestial, anunciando que el Rey de Gloria estaba por tomar posesión de su morada.

Cuando los levitas llegaron al atrio del templo, Salomón se levantó frente al altar de bronce y, con los brazos extendidos hacia el cielo, oró en voz alta, invocando la bendición de Dios sobre el pueblo. Entonces, con solemnidad, los sacerdotes llevaron el arca hasta su lugar, bajo las alas de los dos querubines gigantes tallados en el Lugar Santísimo. Estos ángeles de oro, con sus alas extendidas, parecían custodiar el trono invisible del Altísimo.

En ese momento, algo asombroso sucedió. Tan pronto como los sacerdotes salieron del Lugar Santo, una nube espesa y resplandeciente comenzó a llenar el templo. Era la shekiná, la gloria visible del Señor, tan intensa que los sacerdotes no pudieron continuar con su servicio, pues la presencia de Dios era abrumadora. Todos cayeron de rodillas, cubiertos de asombro y temor reverente.

Salomón, con lágrimas en los ojos, proclamó:

—¡El Señor ha dicho que habitaría en la oscuridad de una nube! Pero yo te he construido un templo majestuoso, un lugar donde morarás para siempre.

Entonces, los músicos y cantores, inspirados por el Espíritu, elevaron una alabanza unánime:

—¡Alabad al Señor, porque Él es bueno! ¡Su misericordia es para siempre!

Y en respuesta, el cielo mismo pareció abrirse. Un fuego divino descendió sobre el altar, consumiendo los sacrificios en un instante, y la gloria del Señor llenó cada rincón del templo. El pueblo, al ver esto, cayó rostro en tierra y adoró, reconociendo que el Dios de Israel había establecido su morada entre ellos.

Así se cumplió la palabra del Señor, y por generaciones, este día sería recordado como el momento en que el cielo tocó la tierra, y el Dios invisible se manifestó en medio de su pueblo.

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