Biblia Sagrada

La Mujer del Pozo: Un Encuentro Transformador (99 caracteres)

**La Mujer junto al Pozo: Un Encuentro que Cambió una Vida**

El sol ardiente de mediodía caía sobre la región de Samaria, iluminando el polvoriento camino que llevaba a la pequeña aldea de Sicar. Jesús, cansado del viaje desde Judea, se detuvo junto al antiguo pozo de Jacob, un lugar cargado de historia y significado. Sus discípulos habían partido al pueblo para comprar alimentos, dejándolo solo junto a aquella fuente de agua que había saciado la sed de generaciones.

Mientras descansaba, una mujer samaritana se acercó con su cántaro vacío, evitando las miradas curiosas que solían seguirla. Era una mujer marcada por la vida: cinco maridos había tenido, y ahora vivía con un hombre que no era su esposo. Por eso venía al pozo a la hora más calurosa del día, cuando el silencio y la soledad eran sus únicos compañeros.

Al ver a Jesús, un judío, se detuvo con cautela. Los samaritanos y los judíos no se trataban entre sí; siglos de rencor dividían a sus pueblos. Pero Jesús, rompiendo todas las barreras, le dirigió la palabra con una sencillez que la sorprendió:

—Dame de beber— le dijo, mirándola con ojos que parecían conocerla más allá de lo que las palabras podían expresar.

La mujer, sorprendida, respondió con asombro:

—¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?

Jesús, con una voz serena pero llena de autoridad, contestó:

—Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva.

La mujer, confundida pero intrigada, miró el pozo y luego a Jesús.

—Señor, no tienes con qué sacar agua, y el pozo es hondo. ¿De dónde, pues, tienes esa agua viva? ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del cual bebieron él, sus hijos y sus ganados?

Jesús sonrió suavemente, como quien guarda un secreto que está a punto de revelar.

—Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed— explicó—, pero el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que brotará para vida eterna.

La mujer, aunque aún no comprendía del todo, sintió que sus palabras resonaban en lo más profundo de su alma.

—Señor, dame esa agua— suplicó—, para que no tenga yo sed ni venga aquí a sacarla.

Entonces Jesús, con mirada penetrante pero llena de gracia, le dijo:

—Ve, llama a tu marido y vuelve acá.

La mujer bajó la vista, sintiendo el peso de su pasado.

—No tengo marido— respondió, tratando de evadir la verdad.

Pero Jesús, con amor que desarmaba toda defensa, le reveló lo que nadie más sabía:

—Bien has dicho: “No tengo marido”, porque cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes no es tu marido; en eso has dicho la verdad.

La mujer se quedó sin aliento. ¿Quién era este hombre que conocía los secretos más íntimos de su vida? Una mezcla de temor y admiración la invadió.

—Señor, me parece que tú eres profeta— reconoció, intentando cambiar el tema hacia una discusión religiosa—. Nuestros padres adoraron en este monte, pero vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar.

Jesús, sin embargo, no se dejó distraer. Con voz firme pero llena de misericordia, le explicó:

—Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren.

La mujer, con el corazón agitado, murmuró:

—Sé que el Mesías ha de venir, el que llaman Cristo; cuando él venga, nos declarará todas las cosas.

Entonces Jesús, con una sonrisa que iluminó su rostro, le reveló la verdad más grande:

—Yo soy, el que habla contigo.

En ese instante, los discípulos regresaron, sorprendidos al ver a Jesús hablando con una mujer samaritana. Pero la mujer, olvidando su cántaro, corrió hacia la aldea, su corazón latiendo con una emoción que no podía contener.

—¡Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho!— anunció a todos—. ¿No será este el Cristo?

Y muchos samaritanos creyeron en él por el testimonio de la mujer. Más tarde, al escuchar a Jesús mismos, declararon:

—Ya no creemos solamente por tu dicho, porque nosotros mismos hemos oído y sabemos que verdaderamente este es el Salvador del mundo.

Así, en un encuentro inesperado junto al pozo, una mujer que había vivido en la sombra encontró la luz. Y no solo ella, sino toda una aldea descubrió que el Mesías había venido, no para condenar, sino para dar vida en abundancia.

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