**El Fin Ha Llegado: Una Narración de Ezequiel 7**
El sol se ocultaba tras las colinas de Judá, tiñendo el cielo de un rojo intenso, como si el mismo firmamento estuviera teñido de sangre. En medio del exilio babilónico, el profeta Ezequiel se encontraba en las riberas del río Quebar, donde el Espíritu del Señor lo envolvió una vez más. Su corazón latía con fuerza mientras escuchaba la voz de Dios, grave y solemne, resonando en lo más profundo de su ser.
—Hijo de hombre —declaró el Señor—, clama con todas tus fuerzas: ¡El fin ha llegado! El fin ha llegado sobre los cuatro confines de la tierra. Ahora se desata mi furor contra ti, y ejecutaré mis juicios según tus caminos. Te haré pagar por todas tus abominaciones.
Ezequiel sintió un escalofrío. Las palabras de Yahvé eran irrevocables. El juicio no se retrasaría más. Con manos temblorosas, el profeta se levantó y se dirigió hacia los ancianos de Israel que estaban sentados frente a él, sus rostros marcados por la incredulidad y el miedo.
—Así dice el Señor —anunció Ezequiel, su voz retumbando como un trueno—: La espada está afuera, la pestilencia y el hambre dentro. El que esté en el campo morirá por la espada, y el que esté en la ciudad será devorado por el hambre y la peste.
Los rostros de los exiliados palidecieron. Algunos comenzaron a gemir, otros a murmurar incrédulos. Pero Ezequiel continuó, sabiendo que cada palabra era un eco divino:
—Sus riquezas no los salvarán. El oro y la plata que acumularon con avaricia se convertirán en objetos de desprecio. No servirán para saciar sus almas ni para llenar sus estómagos, porque son la causa de su pecado.
En Jerusalén, aunque lejos de los ojos de los exiliados, la situación era aún más desesperada. Las calles, otrora llenas de comercio y risas, ahora resonaban con lamentos. Los mercaderes, que antes se enorgullecían de sus ganancias, arrojaban su plata y oro al suelo, inútiles ante la inminente invasión babilónica. Los ídolos que habían adorado, tallados en metales preciosos, no podían salvarlos.
—Porque el día de la ira del Señor ha llegado —prosiguió Ezequiel—. La soberbia de Judá ha alcanzado su límite. Han profanado el templo con sus ídolos, han derramado sangre inocente en las plazas, han confiado en sus propias fuerzas. Pero ahora, el rey de Babilonia extenderá su mano sobre ustedes, y sabrán que Yo soy el Señor.
Algunos de los exiliados cayeron de rodillas, rasgando sus vestiduras. Otros, endurecidos, murmuraban que el profeta exageraba. Pero Ezequiel sabía que la visión era clara: el juicio no era solo un castigo, sino una restauración. Dios no se complacía en la destrucción, pero la maldad de su pueblo había dejado solo una opción: la purificación.
—Buscarán paz, pero no la hallarán —continuó el profeta—. Caerán calamidades sobre calamidades, y noticia tras noticia los aterrorizará. Pedirán una visión a los profetas, pero la ley habrá perecido de los sacerdotes, y el consejo de los ancianos desaparecerá.
El viento comenzó a soplar con fuerza, levantando remolinos de polvo alrededor del profeta, como si la creación misma testificara la veracidad de sus palabras.
—Entonces sabrán que Yo soy el Señor, cuando sus sobrevivientes sean arrojados entre las naciones, dispersados por los vientos. Pero aun en su castigo, recordarán que fui paciente, que les envié profetas, que les llamé al arrepentimiento.
El sol desapareció por completo, sumergiendo la tierra en una oscuridad prematura. Ezequiel, exhausto pero obediente, dejó que las últimas palabras del Señor resonaran en el silencio:
—He aquí, vienen los días en que cumpliré mi sentencia. Haré con ustedes conforme a sus caminos, y juzgaré sus prácticas idolátricas. Y sabrán que Yo soy el Señor.
Y así, con el peso de la profecía cumplida, Ezequiel cayó de rodillas, intercediendo en silencio por un pueblo que, aunque destinado al juicio, aún llevaba en sus venas la promesa de un futuro restaurado. Porque el Dios que juzga es también el Dios que perdona, y su misericordia, aunque ahora oculta tras la tempestad, nunca se agota.
**Fin.**