Biblia Sagrada

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**El Toque de la Purificación**

En los días en que el pueblo de Israel vagaba por el desierto, bajo la sombra majestuosa de la presencia de Dios en el Tabernáculo, cada detalle de la vida cotidiana estaba impregnado de significado sagrado. Entre las tribus acampadas alrededor del santuario, las leyes dadas por el Señor a Moisés eran observadas con reverencia, pues en ellas residía la santidad que los separaba como pueblo escogido.

Una tarde, mientras el sol comenzaba a inclinarse sobre las arenas doradas del Sinaí, un hombre llamado Efraín, de la tribu de Judá, sintió en su cuerpo una humedad inusual. Al examinarse, descubrió con angustia que un flujo impuro brotaba de su carne. Su corazón se estremeció, pues conocía las palabras del Señor transmitidas por Moisés: *»Cuando un hombre tenga flujo de su cuerpo, su flujo será impuro»* (Levítico 15:2).

Efraín, temeroso de contaminar el campamento, se apresuró a abandonar su tienda, cubriéndose con un manto áspero. Su esposa, Dalila, al ver su expresión afligida, extendió sus manos hacia él, pero él retrocedió.

—No me toques —murmuró con voz quebrada—. El Señor ha dicho que quien me toque quedará impuro hasta el atardecer.

Dalila, aunque preocupada, asintió con respeto. Sabía que la santidad de Dios no era un asunto trivial.

Efraín se dirigió a las afueras del campamento, donde otros hombres y mujeres en estado de impureza permanecían apartados. Allí, bajo un árbol de acacia, se sentó en silencio, reflexionando sobre su condición. No era un castigo, le había explicado el sacerdote Eliazar, sino una señal de que la imperfección del hombre requería la misericordia de Dios.

Pasaron siete días, y el flujo de Efraín cesó. Con esperanza renovada, se lavó en las aguas claras de un arroyo cercano y lavó también sus vestiduras. Al octavo día, se presentó ante el sacerdote con dos tórtolas, una como ofrenda por el pecado y otra como holocausto.

Eliazar, con las vestiduras sagradas brillando bajo el sol, tomó las aves y las elevó ante el altar. El humo fragante ascendió hacia los cielos, y Efraín sintió un alivio profundo en su alma. Había cumplido la ley.

Al regresar a su tienda, Dalila lo recibió con alegría, y esa noche, por primera vez en días, compartieron una comida juntos, agradecidos por la bondad de un Dios que, en su santidad, también proveía el camino de regreso a su presencia.

Y así, en medio de un pueblo que aprendía a vivir en pureza, cada detalle, cada ritmo del cuerpo, cada ofrenda, recordaba una verdad eterna: la santidad de Dios no era para alejar, sino para acercar, pues Él mismo había trazado el camino de la purificación.

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