**La Profecía y la Prisión de Pablo en Jerusalén**
El sol comenzaba a inclinarse sobre el horizonte dorado de Cesarea cuando Pablo y sus compañeros se preparaban para el viaje final a Jerusalén. Habían pasado días en casa de Felipe el evangelista, uno de los siete diáconos, cuyo hogar resonaba con las risas de sus cuatro hijas, todas profetisas llenas del Espíritu Santo. Mientras compartían el pan, una sensación solemne envolvía el ambiente, pues el Espíritu ya había advertido a Pablo de las cadenas que le esperaban.
Al día siguiente, mientras la caravana se alistaba, un hombre llamado Ágabo, profeta de Judea, llegó con un mensaje divino. Con gesto grave, tomó el cinto de Pablo, se ató manos y pies, y declaró: *»Esto dice el Espíritu Santo: ‘Así atarán los judíos en Jerusalén al hombre de quien es este cinto, y lo entregarán en manos de los gentiles’»*. Un silencio pesó sobre todos. Los hermanos, con lágrimas en los ojos, suplicaron a Pablo que no subiera a la ciudad santa. Pero él, con mirada resuelta, respondió: *»¿Por qué lloráis y quebrantáis mi corazón? Yo estoy dispuesto no solo a ser atado, sino a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús»*.
Al ver su determinación, cesaron sus ruegos y exclamaron: *»Hágase la voluntad del Señor»*.
**El Llegada a Jerusalén**
La ciudad santa se alzaba majestuosa ante ellos, sus murallas brillando bajo el sol. Pablo y su grupo se dirigieron primero a la casa de Mnason, un discípulo antiguo, donde descansaron. Al día siguiente, se reunieron con Santiago y los ancianos de la iglesia. Después de los saludos, Pablo relató detalladamente cómo Dios había obrado entre los gentiles. Los líderes glorificaron al Señor, pero pronto su rostro se nubló de preocupación.
*»Hermano Pablo»*, dijo Santiago, *»miles de judíos han creído, pero todos son celosos de la ley. Han oído rumores de que enseñas a los judíos en la diáspora a abandonar a Moisés, diciendo que no circunciden a sus hijos ni sigan las tradiciones»*.
Para calmar los ánimos, los ancianos propusieron un plan: Pablo debía purificarse ritualmente junto con cuatro hombres que tenían un voto, pagando los gastos de su ofrenda en el templo. Así, todos verían que él guardaba la ley. Pablo accedió, deseando ser *»todo para todos»* por amor a Cristo.
**El Alboroto en el Templo**
Siete días después, mientras Pablo cumplía su purificación, unos judíos de Asia lo vieron en el templo. Entre ellos había alborotadores que antes lo habían visto en la ciudad con Trófimo, un griego de Éfeso. Gritaron: *»¡Israelitas, ayudadnos! Este es el hombre que enseña contra el pueblo, la ley y este lugar. ¡Hasta ha metido griegos en el templo, profanando este santo lugar!»*.
La mentira se extendió como fuego. La multitud se agolpó, arrastrando a Pablo fuera del templo, cuyas puertas se cerraron de golpe. Mientras lo golpeaban, el tribuno romano Claudio Lisias, al mando de la cohorte, corrió con sus soldados al escuchar el tumulto. Al ver al tribuno, la turba dejó de golpear a Pablo, quien ya sangraba por los golpes.
Lisias ordenó que lo ataran con cadenas, creyendo que era un rebelde egipcio que había levantado a cuatro mil sicarios. Pero Pablo, en griego, le dijo: *»¿Puedo hablarte?»*. El tribuno, sorprendido, respondió: *»¿Sabes griego? ¿No eres tú aquel egipcio…?»*.
*»Yo soy judío de Tarso, ciudadano de una ciudad no insignificante»*, declaró Pablo. *»Te ruego que me permitas hablar al pueblo»*.
Con un gesto, Lisias accedió. Pablo, de pie en las gradas, levantó su mano encadenada. Un silencio repentino cayó sobre la multitud mientras comenzaba a hablar en hebreo: *»Hermanos y padres, escuchad mi defensa…»*.
Así, encadenado pero lleno del Espíritu, Pablo comenzó a testificar, sin saber que aquellas cadenas lo llevarían ante reyes y hacia Roma, cumpliendo la voluntad de Aquel que lo había llamado desde el camino a Damasco.
**Reflexión Final**
Mientras la luna ascendía sobre Jerusalén, las palabras de Jesús resonaban en el corazón de Pablo: *»Ánimo, pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma»*. Aunque las cadenas parecían una derrota, eran el medio por el cual el Evangelio avanzaría hasta los confines de la tierra. La fidelidad de Pablo, enfrentando el peligro por amor a Cristo, quedó como un testimonio eterno: *»Para mí el vivir es Cristo, y el morir, ganancia»*.