**La Visión de la Tierra Santa y el Nuevo Templo**
En los días en que el exilio de Israel parecía no tener fin, la mano del Señor vino con poder sobre el profeta Ezequiel, llevándolo en espíritu a una alta montaña. Desde allí, ante sus ojos asombrados, se extendía una tierra santa, gloriosa y ordenada según el designio divino. Era una visión de restauración, de un futuro donde la justicia y la adoración pura reinarían.
El Señor le habló con voz que resonaba como el trueno sobre las aguas:
*»Hijo de hombre, presta atención a lo que voy a mostrarte, porque es para instrucción de mi pueblo. En el día de la restauración, cuando Israel sea purificado y vuelva a ser mi heredad, la tierra será repartida conforme a mi santidad.»*
Y Ezequiel contempló cómo la tierra prometida sería dividida con precisión sagrada. En el centro de todo, como un diamante en una corona, estaría la porción consagrada al Señor: un terreno cuadrado de veinticinco mil cañas de largo por veinticinco mil de ancho. Allí, en medio de esa porción santa, se alzaría el nuevo templo, resplandeciente como el sol al mediodía.
*»Esta será la ofrenda sagrada que apartaréis para mí»*, declaró el Señor. *»En ella estarán los sacerdotes, hijos de Sadoc, que han guardado mi pacto y no se han extraviado como los levitas infieles. A ellos les darás tierras cercanas al santuario para que moren cerca de mi presencia.»*
Ezequiel vio en su visión cómo los límites de esta tierra santa estaban marcados con precisión. Al occidente y al oriente, al norte y al sur, todo estaba medido conforme a la voluntad de Dios. No habría injusticia ni avaricia, como en los tiempos pasados cuando los príncipes de Israel oprimían al pueblo y robaban las tierras.
El Señor continuó:
*»El príncipe que gobierne en medio de mi pueblo ya no será un tirano, sino un pastor que cumpla mi justicia. Tendrá su heredad a ambos lados de la porción santa, pero no tomará nada por la fuerza. Dará ofrendas voluntarias para las fiestas solemnes, para las expiaciones y para el mantenimiento del templo, para que nunca falte el pan sobre mi altar.»*
Ezequiel observó entonces cómo el pueblo, redimido y purificado, traería sus ofrendas al templo: trigo, cebada, aceite y corderos sin defecto. Todo sería medido con balanzas justas, sin engaño ni corrupción. El efa para el grano, el bato para el vino y el aceite, todo sería exacto, porque el Señor aborrece el fraude.
*»Así vivirán en paz»*, dijo el Señor. *»Cuando cumplan mis ordenanzas y caminen en mis caminos, yo habitaré en medio de ellos para siempre.»*
Y mientras la visión se cerraba, Ezequiel sintió un gozo profundo, porque sabía que, aunque el presente era de desolación, el futuro que Dios había revelado era de gloria. Un reino donde la santidad no sería una excepción, sino la ley; donde el pecado no reinaría, sino la obediencia; donde Dios mismo sería el centro de todo.
Y así, con el corazón lleno de esperanza, el profeta escribió todas estas cosas, para que las generaciones venideras supieran que el Señor, en su misericordia, tenía preparado un lugar de justicia y paz para su pueblo.