Biblia Sagrada

El Llamado de Dios en la Fiesta (99 caracteres)

**El Llamado del Señor en medio de la Fiesta**

En los días antiguos, cuando Israel celebraba con alegría la fiesta de la luna nueva, el sonido del shofar resonaba por los montes y los valles, anunciando el tiempo de alabanza y memoria. Era el mes de Tishrei, cuando las cosechas abundantes llenaban los graneros y el pueblo se reunía en Jerusalén para honrar al Señor. Las calles bullían de vida: niños corrían entre las multitudes, los levitas afinaban sus instrumentos, y el aroma de panes sin levadura y ofrendas asadas ascendía hacia el cielo.

Pero en medio de la fiesta, cuando los corazones parecían más llenos de regocijo, el Señor alzó su voz como un trueno que corta la celebración.

—¡Escucha, pueblo mío! —clamó el Eterno, su palabra traspasando el bullicio como una espada afilada—. ¡Presta atención a mi mandato!

Los cantores callaron, los músicos detuvieron sus manos, y un silencio repentino cubrió la asamblea. El mismo Dios que los había sacado de Egipto con mano poderosa, que había partido el mar y guiado a sus padres con una columna de fuego, ahora hablaba con solemnidad.

—Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice subir de la tierra de Egipto —declaró—. Abre tu boca, y yo la llenaré.

Algunos entre el pueblo bajaron la cabeza, recordando. Recordaban cómo sus antepasados, en el desierto, habían murmurando contra el Señor, anhelando las ollas de carne de Egipto en lugar de confiar en el maná del cielo. Recordaban cómo, aun después de entrar en la tierra prometida, se habían inclinado ante los ídolos de los cananeos, olvidando al que los había redimido.

—Pero mi pueblo no escuchó mi voz; Israel no quiso obedecer —continuó el Señor, y su voz llevaba una tristeza profunda, como un padre herido por la rebelión de sus hijos—. Por eso los entregué a la dureza de su corazón, y caminaron en sus propios consejos.

Un viento frío recorrió la plaza, y algunos sintieron un escalofrío. Era como si el tiempo se detuviera, y cada uno escuchara en su interior el eco de sus propias desobediencias.

—¡Oh, si mi pueblo me escuchara! —exclamó el Señor, y ahora su voz era como un torrente de misericordia—. Si Israel caminara en mis caminos, yo sometería a sus enemigos en un instante. Les daría lo mejor del trigo, y con miel de la roca los saciaría.

Las palabras del Señor resonaron como una promesa y una advertencia a la vez. La fiesta ya no era solo celebración, sino un llamado solemne a volver al Dios verdadero. Algunos cayeron de rodillas, otros alzaron las manos en arrepentimiento. Los sacerdotes, con rostros serios, tomaron los cuernos de carnero y los hicieron sonar de nuevo, pero esta vez no como señal de festejo, sino como un clamor por renovación.

Y así, en medio de la música y el aroma de las ofrendas, el pueblo de Israel entendió que más que sacrificios, el Señor deseaba sus corazones. Más que cantos, quería su obediencia. Porque Él era su Redentor, su Proveedor, el único digno de toda alabanza.

Y esa noche, bajo el fulgor de la luna nueva, muchos decidieron escuchar.

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