Biblia Sagrada

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**El Sacerdote Consagrado: Una Historia de Santidad y Devoción**

En los días en que el pueblo de Israel acampaba al pie del monte Sinaí, bajo la dirección de Moisés y Aarón, el Señor estableció leyes claras y sagradas para los sacerdotes, aquellos hombres escogidos para servir en el tabernáculo y presentar las ofrendas delante de Él. Entre ellos destacaba Eleazar, hijo de Aarón, un hombre de rostro sereno y corazón ferviente, consagrado enteramente al servicio del Altísimo.

Una mañana, mientras el sol apenas comenzaba a dorar las cortinas del tabernáculo, Eleazar se preparaba para el ritual diario. Se había purificado con agua, vestido las sagradas vestiduras de lino fino y ceñido el efod con esmero. Su padre, Aarón, lo observaba con orgullo, recordando las palabras del Señor: *»Santos serán para su Dios y no profanarán el nombre de Él, porque ellos presentan las ofrendas encendidas del Señor, el pan de su Dios; por tanto, serán santos»* (Levítico 21:6).

Pero aquel día, una noticia sacudió el campamento. El hermano menor de Eleazar, Itamar, había recibido la triste noticia de que su esposa había fallecido repentinamente. Itamar, abrumado por el dolor, rasgó sus vestiduras y cubrió su cabeza con ceniza, como era costumbre en el duelo. Sin embargo, cuando se acercó al tabernáculo para buscar consuelo, Aarón lo detuvo con firmeza.

—Hijo mío —dijo Aarón con voz grave pero llena de compasión—, el Señor ha mandado que los sacerdotes no se contaminen por los muertos, salvo por sus parientes más cercanos. Tú debes mantenerte puro, pues mañana es día de ofrenda.

Itamar, con lágrimas en los ojos, recordó las palabras de la ley: *»No se contaminarán por ningún muerto de su pueblo, excepto por su pariente más cercano»* (Levítico 21:1-2). Aunque el dolor lo consumía, sabía que su deber sagrado estaba por encima de sus sentimientos.

Mientras tanto, Eleazar, al enterarse de la situación, reflexionó sobre la importancia de la santidad sacerdotal. El Señor había sido claro: ningún sacerdote con defecto físico podía acercarse a ofrecer el pan de Dios (Levítico 21:17-21). Eleazar, aunque no tenía imperfección alguna, sabía que la pureza no solo era física, sino también espiritual.

Al día siguiente, mientras el humo del holocausto ascendía al cielo, Eleazar alzó sus manos y bendijo al pueblo en nombre del Señor. Su voz resonó con autoridad: *»El Señor te bendiga y te guarde»* (Números 6:24). La gente, al ver su devoción, entendió que el sacerdote no era un hombre común, sino un mediador entre ellos y Dios, llamado a vivir en santidad.

Años más tarde, cuando Eleazar fue nombrado sumo sacerdote después de su padre, recordó siempre aquellas leyes sagradas. Enseñó a sus hijos que servir al Señor requería entrega absoluta, pureza de corazón y obediencia inquebrantable.

Y así, bajo el sol del desierto y la sombra del tabernáculo, los sacerdotes de Israel aprendieron que ser santos no era un privilegio, sino un llamado sublime, un honor que demandaba fidelidad hasta la muerte.

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