**La Nueva Jerusalén: Un Cielo Nuevo y una Tierra Nueva**
El tiempo había llegado. El viejo orden de las cosas había pasado, y el gran trono blanco del juicio final había establecido el destino eterno de toda la humanidad. Ahora, ante los ojos del apóstol Juan, se revelaba la gloria prometida: un cielo nuevo y una tierra nueva.
El mar, símbolo de caos y separación, ya no existía. En su lugar, una tierra renovada, pura, resplandeciente bajo la luz de la presencia divina. Y entonces, desde los cielos, descendió la Santa Ciudad, la Nueva Jerusalén, preparada como una novia hermosamente adornada para su esposo.
Juan contempló con asombro aquella ciudad santa. Brillaba con la gloria de Dios, y su fulgor era semejante a una piedra preciosísima, como jaspe cristalino. Sus murallas eran altas y majestuosas, construidas con jaspe, y la ciudad misma era de oro puro, semejante a vidrio transparente. Las doce puertas, custodiadas por doce ángeles, llevaban inscritos los nombres de las doce tribus de Israel. Cada puerta era una perla gigantesca, tallada con perfección celestial.
Las calles de la ciudad eran de oro puro, tan transparente que reflejaba la luz divina como un espejo. No había necesidad de sol ni de luna, porque la gloria de Dios la iluminaba, y el Cordero era su lumbrera. Las naciones caminarían en su luz, y los reyes de la tierra traerían su gloria y honor a ella. Sus puertas nunca se cerrarían, pues no habría noche, ni peligro, ni maldad.
Juan escuchó entonces una voz potente que provenía del trono:
—¡Mira! El tabernáculo de Dios está entre los hombres. Él morará con ellos, y ellos serán su pueblo. Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá más muerte, ni llanto, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas han pasado.
El corazón de Juan se estremeció al escuchar aquellas palabras. Todo lo que había sufrido la humanidad—el dolor, la injusticia, la separación de Dios—había llegado a su fin. La redención estaba completa.
El que estaba sentado en el trono dijo:
—¡He aquí, yo hago nuevas todas las cosas!
Luego, con autoridad divina, añadió:
—Escribe, porque estas palabras son fieles y verdaderas.
Juan, con reverencia, registró todo lo que veía. La ciudad no tenía templo, porque el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero eran su templo. No necesitaba luz de lámpara ni del sol, porque la Shekinah, la gloria de Dios, la llenaba por completo.
El río de agua de vida, claro como el cristal, fluía desde el trono de Dios y del Cordero. A cada lado del río crecía el árbol de la vida, que daba doce frutos, uno por cada mes. Sus hojas eran para la sanidad de las naciones.
Y entonces, la voz final resonó:
—¡Hecho está! Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin. Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo.
Juan cayó de rodillas, abrumado por la santidad de la visión. La promesa de Dios se había cumplido. La maldición del pecado había sido deshecha. La eternidad con el Creador había comenzado.
Y así, en medio de aquel esplendor indescriptible, los redimidos de todas las épocas entrarían en el gozo de su Señor, para siempre.
**Amén. ¡Ven, Señor Jesús!**