Biblia Sagrada

El Vigía Nocturno del Templo (99 caracteres)

**El Guardián Nocturno del Templo**

En las alturas de Jerusalén, donde las estrellas parecían rozar las torres del templo, se alzaba la Casa del Señor, resplandeciente aún en la oscuridad. Las lámparas de oro, alimentadas con aceite puro, derramaban una luz cálida sobre el atrio, iluminando los rostros de aquellos que, en la quietud de la noche, permanecían en vigilia. Entre ellos estaba Efraín, un levita de cabello plateado y manos callosas por años de servicio, cuyo turno era velar hasta el alba.

Efraín no consideraba su labor una carga, sino un privilegio. Mientras la ciudad dormía, él permanecía de pie en el umbral del santuario, envuelto en su manto azul, murmurando las palabras del Salmo que ahora resonaban en su corazón:

*»Mirad, bendecid a Jehová, vosotros todos los siervos de Jehová, los que en la casa de Jehová estáis por las noches.»*

El viento nocturno acariciaba su rostro, llevando consigo el aroma del incienso que aún flotaba en el aire, mezclado con el perfume de los olivos que rodeaban el monte Sión. A lo lejos, el sonido de un shofar solitario, tocado por algún pastor en las colinas, se perdía en el silencio.

Efraín alzó sus manos, siguiendo la antigua tradición. Sus palmas, marcadas por los años, se abrieron hacia el cielo como un puente entre lo terrenal y lo divino. No era solo un gesto, sino una entrega. Sabía que, aunque el mundo descansaba, la alabanza a Dios nunca cesaba. Los ángeles en las alturas, los astros en su curso, y ahora él, un humilde siervo, unían sus voces en una sinfonía eterna.

—Bendito seas, oh Señor —susurró—, Tú que no duermes ni te adormeces, Tú que velas por tu pueblo incluso en la oscuridad.

De pronto, un joven levita, llamado Natán, se acercó con paso sigiloso. Era su primer turno de vigilia, y sus ojos brillaban con una mezcla de emoción y temor reverente.

—Maestro Efraín —dijo en voz baja—, ¿cómo puedo bendecir al Señor de manera que agrade a sus ojos?

Efraín sonrió, colocando una mano paternal sobre el hombro del muchacho.

—No son solo las palabras, Natán, sino el corazón que las pronuncia. Cuando alzamos nuestras manos en santidad, cuando dedicamos estos momentos silenciosos a exaltar su nombre, Él inclina su oído hacia nosotros. Somos sus guardianes, pero también sus hijos.

Natán asintió, y juntos elevaron sus voces en un canto suave, una melodía que se entrelazaba con el susurro de la brisa. Las sombras de las columnas del templo se extendían como brazos protectores, y por un instante, Natán sintió que el velo entre el cielo y la tierra se hacía más delgado.

Pasaron las horas, y el primer destello del amanecer comenzó a teñir el horizonte de dorado y carmesí. Efraín, aunque cansado, sentía una paz profunda. Sabía que su servicio nocturno no había sido en vano. Mientras los primeros sacerdotes llegaban para el sacrificio matutino, él y Natán se retiraron, pero no sin antes volver a murmurar:

—Bendice a Jehová desde Sión, el que hizo los cielos y la tierra.

Y en ese momento, como si el cielo mismo respondiera, una paloma blanca descendió y se posó sobre el altar, recordándoles que Dios siempre escucha, siempre ve, y siempre recibe la alabanza de sus siervos, incluso en el silencio de la noche.

Así terminaba la vigilia, pero comenzaba una nueva jornada de adoración, porque para los que amaban al Señor, cada momento era una oportunidad para bendecir su nombre.

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