Biblia Sagrada

La Reconstrucción de Jerusalén y el Censo de Nehemías (99 caracteres)

**La Reconstrucción de Jerusalén y el Censo de los Fieles**

En aquellos días, después de que el muro de Jerusalén fue reconstruido bajo el liderazgo de Nehemías, el gobernador, y con la ayuda fiel de los sacerdotes, levitas y el resto del pueblo, la ciudad comenzó a respirar un aire de renovación. Las piedras, antes dispersas y quemadas, ahora formaban una muralla imponente que se alzaba como testimonio del favor de Dios sobre su pueblo. Las puertas, fuertes y bien aseguradas, ya no eran un motivo de vergüenza, sino de orgullo santo, pues simbolizaban la protección divina.

Sin embargo, Nehemías sabía que los muros solos no bastaban. Una ciudad no era sólo piedras, sino personas—hombres, mujeres y niños que debían vivir bajo el cuidado del Señor. Por eso, una vez terminada la obra, Nehemías tomó una decisión sabia. Reunió a los nobles, a los oficiales y al pueblo para organizarlos.

*»Entonces puse al frente de Jerusalén a mi hermano Hananías, junto con Hananías, jefe de la fortaleza, porque era hombre fiel y temeroso de Dios más que muchos»* (Nehemías 7:2).

Hananías era un hombre de integridad, conocido por su reverencia hacia el Altísimo. Nehemías confiaba en él, pues sabía que no actuaría por ambición, sino por obediencia. Le dio órdenes precisas:

—No se abran las puertas de Jerusalén hasta que el sol caliente—dijo Nehemías—. Y mientras los porteros aún estén en sus puestos, que las cierren y aseguren. Además, designen guardias entre los habitantes, cada uno frente a su casa, para proteger la ciudad.

Era una medida de prudencia, pues aunque los enemigos—Sambalat, Tobías y Gesem—habían callado por un tiempo, la amenaza persistía. Pero más que temor, lo que movía a Nehemías era el deseo de orden. Sabía que para que Jerusalén prosperara, debía ser habitada por familias piadosas, aquellas que habían regresado del exilio con corazón arrepentido.

Entonces, el Señor puso en su corazón un propósito mayor: buscar el registro genealógico de los primeros que habían vuelto de Babilonia bajo el decreto de Ciro, el rey persa. Este documento sagrado, guardado con celo, contenía los nombres de las familias que habían respondido al llamado de reconstruir el templo años atrás.

Nehemías desenrolló el pergamino con cuidado, y allí encontró escrito:

*»Estos son los hijos de la provincia que subieron del cautiverio, aquellos que Nabucodonosor había llevado a Babilonia, y que volvieron a Jerusalén y a Judá, cada uno a su ciudad»* (Nehemías 7:6).

El listado era extenso y detallado. Comenzaba con los líderes: Zorobabel, Jesúa, Nehemías (no el gobernador), Azarías, Raamías… hombres cuyos nombres resonaban con honor. Luego seguían los números: los hijos de Parós, dos mil ciento setenta y dos; los hijos de Sefatías, trescientos setenta y dos; los hijos de Arah, seiscientos cincuenta y dos…

Cada número representaba una familia, una historia de fe. Algunos habían llegado con riquezas, otros con poco, pero todos compartían una misma esperanza: restaurar la ciudad de Dios.

Entre los registros, también se mencionaban los sacerdotes: los hijos de Jedaías, de la casa de Jesúa, novecientos setenta y tres. Estos hombres, consagrados al servicio del altar, eran esenciales para el culto verdadero. Sin ellos, no habría sacrificios, ni perdón, ni comunión con el Señor.

Los levitas, aunque pocos en comparación—sólo setenta y cuatro—eran igualmente valiosos. Cantores como los hijos de Asaf, ciento cuarenta y ocho, mantenían viva la alabanza en medio del pueblo.

Pero no todos podían demostrar su linaje. Algunos, como los hijos de Habaía y los hijos de Cos, buscaron su registro pero no lo hallaron. Fueron excluidos del sacerdocio hasta que un urim y tumim—las sagradas suertes—pudieran confirmar su origen.

Nehemías meditó en esto. La pureza del pueblo no era solo cuestión de sangre, sino de fidelidad. Dios había sido claro: solo los inscritos podían participar plenamente en la vida santa de Jerusalén.

Al final del censo, el total fue de cuarenta y dos mil trescientos sesenta, sin contar siervos y cantores. Era una multitud bendecida, pero la ciudad, amplia y espaciosa, aún tenía casas deshabitadas.

Entonces Nehemías convocó a los jefes de las familias y les dijo:

—Jerusalén es nuestra herencia, pero muchos viven en las aldeas circundantes. Que aquellos a quienes el Señor llame, vengan a habitar dentro de los muros.

Y así, con oración y orden, el pueblo comenzó a establecerse. Las calles, antes silenciosas, se llenaron de risas de niños. Los mercados volvieron a abrir, y el humo de los sacrificios ascendió una vez más hacia el cielo.

Nehemías miró todo con gratitud. Sabía que la verdadera reconstrucción no terminaba con los muros, sino con corazones dedicados a Dios. Y mientras el sol se ponía sobre Jerusalén, oro y púrpura tiñendo las nuevas piedras, él alzó una oración silenciosa:

*»Guárdanos, oh Señor, porque sin Ti, nada somos.»*

Y el Dios de Israel, fiel como siempre, escuchó.

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