La Unción de Salomón: Un Reino en Juego (Note: The original title provided is already under 100 characters, in Spanish, and free of symbols or quotes. No further edits are needed.)
**La Unción de Salomón: Un Reino en Juego**
El sol comenzaba a declinar sobre Jerusalén, tiñendo las murallas de la ciudad con tonos dorados y cobrizos. El rey David, ya anciano y debilitado por los años, yacía en su lecho, envuelto en gruesas mantas a pesar del calor que aún persistía. Sus huesos no retenían el calor, y por más que sus sirvientes lo cubrían, un frío constante se apoderaba de su cuerpo. La grandeza del guerrero que había derrotado a Goliat, unificado las tribus y llevado el Arca de la Alianza a Sion, ahora se desvanecía como la luz del atardecer.
En las sombras de los corredores del palacio, las intrigas comenzaban a tejerse. Adonías, el cuarto hijo de David, un hombre de porte altivo y ambición desmedida, vio en la debilidad de su padre la oportunidad que tanto había esperado.
—¡El reino será mío! —murmuró para sí, mientras observaba desde una de las terrazas del palacio a los nobles y oficiales que transitaban por los patios.
Adonías no era un hombre paciente. Había nacido después de Absalón, y aunque la corona no le correspondía por derecho, su corazón ardía con el deseo de poder. Se rodeó de hombres influyentes: Joab, el general del ejército, y Abiatar, el sacerdote, quienes, por razones propias, decidieron apoyarlo.
Con gran pompa, Adonías organizó un sacrificio junto a la piedra de Zohelet, cerca del manantial de Rogel. Invitó a todos sus hermanos, los hijos del rey, y a los hombres más importantes de Judá. Pero hubo una omisión deliberada: ni Salomón, su hermano menor, ni el profeta Natán, ni Benaía, el jefe de los guardias reales, recibieron invitación alguna.
Mientras tanto, en los aposentos reales, Betsabé, la madre de Salomón, escuchó los rumores que circulaban por el palacio. Su corazón se estremeció al comprender el peligro que amenazaba a su hijo. Fue entonces cuando el profeta Natán, siempre atento a los designios de Dios, se acercó a ella con urgencia.
—¿No has oído lo que ha hecho Adonías? —preguntó Natán con voz grave—. Se ha proclamado rey sin el consentimiento de David. Si no actuamos, tanto tú como Salomón seréis considerados enemigos del trono.
Betsabé, con determinación, entró en la cámara del rey. Se postró ante David, cuyo aliento era entrecortado pero cuya mirada aún conservaba destellos de autoridad.
—Mi señor y rey —comenzó ella, con voz firme pero respetuosa—, juraste ante el Señor tu Dios que Salomón, tu hijo, se sentaría en tu trono después de ti. Pero ahora Adonías se ha proclamado rey, y todo Israel lo sigue. Si no lo detienes, cuando duermas con tus padres, mi hijo y yo seremos tratados como rebeldes.
Mientras Betsabé hablaba, Natán hizo su entrada, confirmando sus palabras. David, aunque débil en cuerpo, aún era fuerte en espíritu. Recordó la promesa que había hecho años atrás, cuando el profeta le había asegurado que Salomón sería el sucesor elegido por Dios.
Con un esfuerzo, el rey se incorporó y llamó a sus siervos más leales: Sadoc, el sacerdote, Benaía, el valiente jefe de los guardias, y Natán.
—¡Llevadme a mi mula! —ordenó David—. Salomón montará en ella y será llevado a Gihón, donde lo ungiréis como rey sobre Israel.
Los sirvientes cumplieron rápidamente. Salomón, un joven de sabiduría precoz y corazón humilde, fue vestido con las vestiduras reales. La mula del rey, un animal noble y bien cuidado, lo llevó por las calles de Jerusalén, escoltado por los guerreros de David y los levitas que tocaban las trompetas.
Al llegar a Gihón, Sadoc tomó el cuerno de aceite sagrado y ungió a Salomón ante los ojos del pueblo. El aceite resbaló por su frente mientras una ovación estalló entre la multitud:
—¡Viva el rey Salomón!
El sonido de las trompetas y los gritos de alegría resonaron hasta los oídos de Adonías y sus conspiradores, que aún festejaban en Rogel. Al escuchar el estruendo, Joab, siempre astuto, palideció.
—¿Qué significa este alboroto en la ciudad? —preguntó Adonías, con un presentimiento que le heló la sangre.
En ese momento, Jonatán, hijo del sacerdote Abiatar, llegó con noticias que hicieron temblar a todos los presentes.
—¡El rey David ha nombrado a Salomón como sucesor! ¡Ha sido ungido en Gihón, y todo el pueblo lo celebra!
Los invitados de Adonías, al oír esto, huyeron como hojas arrastradas por el viento. El pretendiente al trono, ahora acorralado por su propia ambición, corrió hacia el tabernáculo y se aferró a los cuernos del altar, buscando misericordia.
Salomón, ya investido como rey, fue informado del gesto de su hermano. En un acto de clemencia, decretó:
—Si Adonías se porta como un hombre digno, no un pelo de su cabeza caerá a tierra. Pero si halla maldad en él, morirá.
Así, bajo la mirada providencial de Dios, Salomón ascendió al trono de Israel. La promesa hecha a David se cumplía, y una nueva era comenzaba para el pueblo elegido. El Señor, fiel a su palabra, había guiado los acontecimientos para que su voluntad se cumpliera, demostrando una vez más que Él es quien establece y derriba reyes.
Y así, con sabiduría divina y justicia, Salomón gobernaría Israel, escribiendo un nuevo capítulo en la historia del pueblo de Dios.