**La Ley y la Misericordia: Una Historia de Números 15**
El sol ardiente del desierto de Sinaí caía sobre el campamento de Israel, extendiendo sombras alargadas sobre las tiendas de las doce tribus. Era un día como cualquier otro en aquel vasto mar de arena y rocas, pero las palabras que Moisés estaba por transmitir al pueblo resonarían por generaciones. El Señor había hablado, y sus instrucciones eran claras: después de la rebelión de los espías y el castigo de cuarenta años de peregrinación, era tiempo de recordar las leyes que los guiarían hacia la tierra prometida.
Moisés, con su túnica de lino blanco y su rostro iluminado por la presencia divina, se paró frente a la congregación. A su lado, Aarón, el sumo sacerdote, llevaba el pectoral con las doce piedras que representaban a las tribus. El ambiente era solemne, pues todos sabían que, aunque habían fallado, el Señor no los había abandonado.
—»Escuchen, hijos de Israel,»— comenzó Moisés, alzando sus manos. —»El Señor ha establecido estatutos para cuando entren en la tierra que les dará. Cuando ofrezcan sacrificios al Señor, ya sea holocausto o ofrenda de paz, no olviden presentar una ofrenda de grano mezclada con aceite, y vino para la libación.»—
Los israelitas asentían en silencio. Algunos escribas tomaban notas en cueros de animal, mientras los levitas repetían las palabras para los que estaban más atrás. La ley era clara: cada sacrificio debía ir acompañado de una medida específica de harina, aceite y vino, según el tipo de animal ofrecido. Un cordero requería una décima parte de un efa de harina, mezclada con un cuarto de hin de aceite, y un cuarto de hin de vino. Un carnero, el doble. Y un toro, tres veces más.
—»Esto será un aroma grato al Señor,»— continuó Moisés. —»Tanto el nacido entre ustedes como el extranjero que more con ustedes deberá hacer lo mismo. Una misma ley habrá para todos.»—
Entre la multitud, un hombre llamado Selah, de la tribu de Judá, escuchaba con atención. Era un hombre sencillo, agricultor, que soñaba con el día en que su familia pudiera ofrecer sus primeros frutos en Canaán. A su lado, un extranjero egipcio que se había unido a Israel durante el éxodo, llamado Jokim, se sintió reconfortado al escuchar que la ley también lo incluía a él.
Pero no todo era celebración. Moisés, con voz grave, continuó:
—»Pero si alguien peca por error, sin darse cuenta, deberá ofrecer una cabra sin defecto como sacrificio por el pecado. El sacerdote hará expiación por él, y será perdonado.»—
Los rostros de algunos se iluminaron al escuchar esto. La misericordia del Señor alcanzaba incluso a los errores no intencionales. Sin embargo, Moisés no terminaba ahí.
—»Pero el que peque con altivez, ya sea israelita o extranjero, blasfema contra el Señor. Esa persona será cortada de entre su pueblo, porque ha despreciado la palabra del Señor y quebrantado su mandamiento.»—
Un murmullo recorrió el campamento. Todos recordaban lo ocurrido con los rebeldes de Coré. La justicia divina era temible.
**El Hombre que Recogió Leña en Día de Reposo**
Pasaron los días, y el campamento seguía sus rutinas. Pero una tarde, mientras el sol comenzaba a ocultarse, un hombre de la tribu de Dan fue visto recogiendo leña en el día de reposo. Algunos lo vieron y, recordando las palabras de Moisés, lo llevaron ante los líderes.
—»¿Por qué profanas el día santo?»— le preguntó uno de los ancianos.
El hombre, llamado Shelomí, bajó la cabeza. No dijo nada en su defensa. La ley era clara: el día de reposo era sagrado, y ningún trabajo debía hacerse en él.
Moisés, al enterarse, consultó al Señor. La respuesta fue rápida y contundente:
—»El hombre morirá. Que toda la congregación lo apedree fuera del campamento.»—
Al día siguiente, toda la asamblea se reunió. Shelomí fue llevado fuera de las tiendas, y con pesadez en el corazón, el pueblo cumplió el mandato. Las piedras volaron, y el hombre cayó sin vida. Fue un recordatorio solemne: la santidad de Dios no podía ser tomada a la ligera.
Moisés, con voz firme, declaró:
—»Desde ahora, deberán ponerse flecos en los bordes de sus vestidos, con un cordón azul. Cuando los vean, se acordarán de todos los mandamientos del Señor, para cumplirlos y no seguir los deseos de sus corazones ni de sus ojos, que los llevan a la infidelidad.»—
Y así, el pueblo de Israel aprendió una lección vital: la obediencia no era solo un acto externo, sino un compromiso del corazón. Entre la ley y la misericordia, debían caminar con reverencia, recordando siempre que el Señor era santo, pero también clemente con los que se arrepentían.
Y así, bajo el cielo desértico, Israel continuó su marcha, con la esperanza de Canaán en el horizonte y la ley de Dios escrita en sus corazones.