Biblia Sagrada

El Sabio Consejo de Jetro a Moisés

**El Consejo de Jetro**

El sol comenzaba a ascender sobre el desierto, bañando de dorado las arenas que se extendían hasta donde la vista alcanzaba. Moisés, el libertador de Israel, se encontraba sentado frente a su tienda, rodeado de un grupo de hombres que discutían acaloradamente. Desde el amanecer, el profeta había estado escuchando las disputas del pueblo, resolviendo pleitos y dando juicio según la ley de Dios. Su rostro, aunque sereno, mostraba las huellas del cansancio acumulado día tras día.

Mientras tanto, en el horizonte, una pequeña caravana se acercaba. Era Jetro, sacerdote de Madián y suegro de Moisés, quien traía consigo a Séfora, la esposa de Moisés, y a sus dos hijos, Gersón y Eliezer. Al verlos, el corazón de Moisés se llenó de alegría. Hacía mucho tiempo que no los veía, desde que partió hacia Egipto para cumplir con el mandato de Dios.

—¡Moisés, hijo mío! —exclamó Jetro, abrazándolo con fuerza—. ¡Dios ha sido fiel!

Moisés inclinó la cabeza en señal de respeto.

—Bendito sea el Señor, que te ha traído sano y salvo —respondió.

Esa noche, alrededor del fuego, Moisés compartió con Jetro todas las maravillas que Dios había obrado: las plagas en Egipto, la apertura del Mar Rojo, el maná del cielo y el agua de la roca. Jetro escuchaba con asombro, y al final, levantó sus manos al cielo.

—¡Ahora sé que el Señor es más grande que todos los dioses! —declaró—. Porque libró a su pueblo de la mano de los egipcios.

Al día siguiente, Jetro observó cómo Moisés se sentaba desde el amanecer hasta el atardecer para juzgar al pueblo. Las filas de israelitas parecían interminables, y cada uno esperaba su turno para presentar su caso ante el profeta. Jetro, viendo el agotamiento de su yerno, decidió hablar con él.

—¿Qué es esto que haces? —preguntó Jetro con preocupación—. ¿Por qué te sientas solo, mientras todo el pueblo espera desde la mañana hasta la tarde?

Moisés suspiró.

—El pueblo viene a mí para consultar a Dios. Cuando tienen un pleito, me lo presentan, y yo juzgo entre ellos, enseñándoles los estatutos y las leyes del Señor.

Jetro negó lentamente la cabeza.

—No está bien lo que haces. Sin duda te agotarás, y también el pueblo que está contigo. Esta carga es demasiado pesada para que la lleves tú solo.

Moisés guardó silencio, reflexionando sobre las palabras de su suegro. Jetro continuó:

—Escúchame, te daré un consejo, y Dios estará contigo. Debes ser el representante del pueblo ante Dios, llevando sus asuntos al Altísimo. Pero también debes enseñarles los mandamientos y las leyes, mostrándoles el camino que deben seguir y las obras que deben hacer.

Luego, con sabiduría, Jetro le propuso una solución:

—Escoge de entre el pueblo hombres capaces, temerosos de Dios, veraces y que aborrezcan la avaricia. Ponlos sobre el pueblo como jefes de mil, de cien, de cincuenta y de diez. Ellos juzgarán al pueblo en todo tiempo, llevando ante ti solo los casos más difíciles, mientras ellos resolverán los asuntos menores. Así aliviarás tu carga, y el pueblo irá en paz a sus hogares.

Moisés, reconociendo la sabiduría que venía de Dios en las palabras de Jetro, aceptó el consejo. Sin demora, seleccionó a hombres íntegros de entre las tribus de Israel y los estableció como jueces. Desde entonces, los asuntos menores fueron resueltos por ellos, mientras que Moisés se encargó solo de los casos más complejos.

Antes de partir, Jetro abrazó nuevamente a Moisés.

—Que el Dios de tus padres te siga guiando —dijo con solemnidad.

Y así, con el consejo sabio de Jetro, Moisés pudo gobernar al pueblo de manera más eficiente, sin agotarse, y el pueblo de Israel avanzó con orden hacia la tierra prometida, confiando en la dirección divina que nunca los abandonaba.

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