**La Tierra que el Señor Prometió**
El sol comenzaba a ascender sobre las montañas de Moab, tiñendo el horizonte de tonos dorados y rojizos. Moisés, el siervo del Señor, se encontraba de pie ante la asamblea de Israel, su rostro marcado por los años de travesía, pero sus ojos brillaban con la sabiduría que solo viene de Dios. A su alrededor, hombres, mujeres y niños escuchaban en silencio, sabiendo que pronto cruzarían el Jordán para entrar en la tierra que el Señor les había prometido.
«Escuchen, pueblo de Israel», comenzó Moisés, alzando su voz con autoridad. «Hoy les hablo no solo como su guía, sino como testigo de las maravillas que el Señor ha obrado ante nuestros ojos. ¿Acaso no recuerdan cómo castigó a Egipto con plagas poderosas? ¿Cómo abrió el Mar Rojo para que pasáramos en seco, mientras los carros de Faraón se hundían en las profundidades?»
Los más ancianos asintieron, sus mentes viajando al pasado, recordando el poder de Dios manifestado en su liberación. Los más jóvenes, aunque no lo habían visto, habían crecido escuchando esas historias, y ahora, ante la inminencia de entrar en Canaán, era necesario que entendieran la importancia de obedecer los mandatos del Señor.
«Esta tierra que vamos a poseer no es como la de Egipto», continuó Moisés, señalando hacia el oeste, donde más allá del río Jordán se extendían colinas fértiles y valles abundantes. «Allí, dependían del trabajo del hombre para regar sus cultivos, como siervos que cavan zanjas para llevar el agua del Nilo. Pero la tierra que el Señor les da es distinta: es una tierra de montañas y valles, que bebe la lluvia del cielo. Es el Señor mismo quien la cuida, quien envía las lluvias tempranas y las tardías en su tiempo.»
El pueblo observó con asombro las palabras de Moisés, imaginando los campos de trigo meciéndose al viento, los olivares cargados de fruto, las viñas que producirían vino en abundancia. Pero el anciano profeta no terminó ahí.
«Sin embargo», advirtió, bajando la voz pero con firmeza, «esta bendición no es incondicional. Si obedecen los mandamientos del Señor, amándolo con todo su corazón y con toda su alma, Él enviará las lluvias a su tiempo, y cosecharán grano, vino y aceite en abundancia. Pero si se apartan de Él, sirviendo a dioses ajenos y adorando lo que no conoce, entonces el cielo se cerrará, la tierra no dará su fruto, y perecerán rápidamente en esa buena tierra que el Señor les da.»
Un murmullo recorrió la multitud. Algunos sintieron temor al escuchar la advertencia, mientras que otros, con determinación, juraron en sus corazones permanecer fieles. Moisés, viendo la mezcla de emociones, concluyó con palabras que resonarían por generaciones:
«Pongan, pues, estas palabras mías en su corazón y en su alma. Átenlas como señal en su mano, y serán como frontales entre sus ojos. Enséñenlas a sus hijos, hablando de ellas cuando estén en su casa, cuando caminen por el camino, cuando se acuesten y cuando se levanten. Así, sus días serán multiplicados en la tierra que el Señor juró dar a sus padres, una tierra que mana leche y miel.»
Y así, bajo el cielo abierto de Moab, el pueblo de Israel recibió la promesa y la advertencia. La tierra que les esperaba era buena, pero su permanencia en ella dependía de su fidelidad. El Señor los había guiado hasta allí, y ahora era su turno de caminar en obediencia, para que las bendiciones de Dios fueran su herencia eterna.