Biblia Sagrada

La Resurrección de Jesús y su Encuentro con los Discípulos (99 caracteres)

**La Resurrección y el Encuentro con el Resucitado**

El primer día de la semana, cuando el sol apenas comenzaba a pintar el horizonte con tonos dorados, María Magdalena se dirigió al sepulcro donde habían puesto el cuerpo de Jesús. La tristeza aún pesaba en su corazón como una losa, pero el amor la impulsaba a ir, aunque solo fuera para estar cerca del lugar donde yacía su Señor.

Al llegar, notó algo que la dejó sin aliento: la piedra que sellaba la entrada del sepulcro había sido removida. No estaba en su lugar, sino desplazada, como si una fuerza sobrenatural la hubiera hecho rodar sin esfuerzo. Corrió entonces en busca de Pedro y del discípulo a quien Jesús amaba, y con voz entrecortada les dijo:

—¡Se han llevado al Señor del sepulcro, y no sabemos dónde lo han puesto!

Pedro y el otro discípulo no dudaron un instante. Salieron corriendo, sus pies levantando polvo del camino, sus corazones agitados entre la esperanza y el temor. El discípulo amado llegó primero, pero al asomarse al sepulcro, no entró. Vio los lienzos de lino allí tirados, pero no vio el cuerpo. Pedro, con su carácter impetuoso, llegó y entró sin vacilar. Observó con detenimiento: los lienzos estaban allí, pero el sudario que había cubierto el rostro de Jesús no estaba con ellos, sino doblado en un lugar aparte.

El discípulo amado entró entonces, y al ver aquello, creyó. Hasta entonces no habían entendido las Escrituras, que decían que Él debía resucitar de entre los muertos. Sin decir palabra, regresaron a casa, sus mentes llenas de preguntas y sus corazones comenzando a arder con una fe nueva.

Pero María se quedó afuera, llorando. Mientras las lágrimas caían por sus mejillas, se inclinó para mirar dentro del sepulcro otra vez. Y entonces vio algo que la dejó sin palabras: dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies.

—Mujer, ¿por qué lloras? —le preguntaron.

—Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto —respondió, sin dejar de sollozar.

En ese momento, sintió una presencia detrás de ella. Volviéndose, vio a un hombre que supuso era el jardinero.

—Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? —preguntó Él.

María, con los ojos nublados por el llanto, suplicó:

—Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo recogeré.

Entonces, el hombre pronunció una sola palabra:

—¡María!

Esa voz. Esa manera de decir su nombre. María reconoció al instante quién era.

—¡Raboni! —gritó, cayendo de rodillas y extendiendo sus manos hacia Él, como si temiera que fuera a desaparecer.

Jesús, con una sonrisa llena de amor y majestad, le dijo:

—No me retengas, porque aún no he subido al Padre; pero ve a mis hermanos y diles: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios».

María, con el corazón rebosante de alegría, corrió hacia donde estaban los discípulos.

—¡He visto al Señor! —anunció, y les contó todo lo que Él le había dicho.

**La Aparición a los Discípulos**

Esa misma noche, los discípulos estaban reunidos en una casa con las puertas cerradas por miedo a los judíos. De repente, sin que nadie abriera, Jesús se presentó en medio de ellos.

—La paz sea con vosotros —dijo, extendiendo sus manos, mostrando las heridas que aún llevaba.

Los discípulos quedaron atónitos, algunos con temor, pensando que veían un espíritu. Pero Jesús, comprendiendo sus corazones, les dijo:

—¿Por qué estáis turbados? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved, porque un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo.

Y para confirmarles aún más, les preguntó:

—¿Tenéis aquí algo de comer?

Le dieron un trozo de pescado asado, y Él lo tomó y lo comió delante de ellos. Sus rostros se iluminaron con asombro y gozo.

—Como el Padre me envió, así yo os envío —les dijo entonces. Y sopló sobre ellos—: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; y a quienes se los retengáis, les serán retenidos.

**La Incredulidad de Tomás**

Pero Tomás, uno de los doce, no estaba con ellos cuando Jesús vino. Al regresar, los otros le dijeron:

—¡Hemos visto al Señor!

Tomás, incrédulo, respondió:

—Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y meto mi dedo en el lugar de los clavos, y mi mano en su costado, no creeré.

Ocho días después, estaban nuevamente reunidos, esta vez con Tomás. Jesús apareció de la misma manera, atravesando las paredes como si fueran aire, y dijo:

—La paz sea con vosotros.

Luego, mirando directamente a Tomás, extendió sus manos heridas.

—Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado. No seas incrédulo, sino creyente.

Tomás, temblando, cayó de rodillas y exclamó:

—¡Señor mío y Dios mío!

Jesús entonces le dijo:

—Porque me has visto, has creído. Bienaventurados los que no vieron y creyeron.

Y así, en aquel aposento, la fe de los discípulos fue fortalecida, y la verdad de la resurrección se convirtió en el fundamento de su proclamación: ¡Cristo vive, y la muerte ha sido vencida!

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