Biblia Sagrada

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**El Exilio Inminente: La Profecía de Jeremías**

El sol se ocultaba tras las colinas de Judá, teñiendo el cielo de tonos rojizos que parecían anunciar la calamidad que se cernía sobre el pueblo. Jeremías, el profeta de Anatot, caminaba por las calles de Jerusalén con el corazón cargado de un peso divino. El Señor le había hablado nuevamente, y sus palabras eran tan duras como el hierro que forjaban los herreros en las plazas.

—No tomes esposa, no tengas hijos ni hijas en este lugar —le había ordenado el Señor—, porque así dice el Señor acerca de los hijos y las hijas que nazcan en esta tierra, y acerca de las madres que los den a luz y de los padres que los engendren: Morirán de enfermedades mortales; no serán llorados ni enterrados, sino que serán como estiércol sobre la faz de la tierra. Perecerán por la espada y el hambre, y sus cadáveres servirán de comida para las aves del cielo y las bestias de la tierra.

Jeremías sintió un escalofrío al recordar las palabras. Sabía que el juicio de Dios era inminente. Los pecados de Judá habían alcanzado los cielos: la idolatría, la injusticia, el derramamiento de sangre inocente. Habían abandonado al Dios de sus padres para postrarse ante Baal y Asera, quemando incienso a dioses extraños. Y ahora, el precio de su infidelidad estaba por llegar.

Al día siguiente, Jeremías fue invitado a una casa donde se celebraba un banquete. La música resonaba, las copas rebosaban de vino, y los invitados reían sin preocupación. Pero el profeta no pudo permanecer en silencio.

—Así dice el Señor de los ejércitos, el Dios de Israel: He aquí que haré cesar en este lugar, ante vuestros ojos y en vuestros días, la voz de gozo y la voz de alegría, la voz del esposo y la voz de la esposa —declaró con voz firme.

Los comensales lo miraron con desdén. Algunos se burlaron, otros murmuraron entre dientes.

—¿Quién es este aguafiestas? —preguntó uno—. ¿Acaso no vemos que Jerusalén sigue en pie? El templo del Señor está aquí, ¿qué mal puede venir sobre nosotros?

Pero Jeremías sabía que su misión no era agradar a los hombres, sino obedecer a Dios. Continuó proclamando el mensaje divino, aunque cada palabra le costara el rechazo de su pueblo.

Pocos días después, el profeta fue llamado a una casa de luto donde una familia lloraba la muerte de un ser querido. Los dolientes vestían ropas rasgadas, y el aroma del incienso funerario llenaba el aire. Sin embargo, cuando Jeremías entró, el Señor le prohibió participar en el duelo.

—No entres en casa de luto, ni vayas a lamentar ni a condolerte con ellos —le dijo el Señor—, porque yo he quitado mi paz de este pueblo, mi misericordia y mi compasión. Grandes y pequeños morirán en esta tierra; no se les enterrará, ni se les llorará, ni se harán incisiones por ellos, ni se raparán en señal de duelo.

La gente, al ver que el profeta se negaba a unirse a su dolor, comenzó a murmurar con resentimiento.

—¿Qué clase de hombre es este que ni siquiera se compadece de los que sufren?

Pero Jeremías sabía que el verdadero dolor aún estaba por venir. El exilio babilónico se acercaba como una tempestad que nadie podía detener.

Finalmente, el Señor le dio una última palabra de esperanza. Aunque el castigo era inevitable, un día, el pueblo regresaría.

—He aquí que vienen días —declaró el Señor— en que no se dirá más: «Vive el Señor, que hizo subir a los hijos de Israel de la tierra de Egipto», sino: «Vive el Señor, que hizo subir a los hijos de Israel de la tierra del norte y de todas las tierras adonde los había arrojado». Y los traeré de vuelta a su tierra, la cual di a sus padres.

Jeremías guardó estas palabras en su corazón. Aunque la oscuridad se cernía sobre Judá, la fidelidad de Dios permanecería para siempre. Y así, con lágrimas en los ojos pero con firmeza en su voz, el profeta siguió anunciando el juicio y la restauración, sabiendo que el Señor cumple todas sus promesas, tanto las de castigo como las de redención.

Y así, mientras los ejércitos de Babilonia se acercaban, Jeremías permaneció como un centinela solitario, proclamando la verdad en medio de un pueblo que se negaba a escuchar.

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